El Dragón y la Princesa - Sobre Héroes y Tumbas
Friday, May 13, 2016
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Jorge Wenceslao de Irureta Goyena - Parque Lezama - Buenos Aires abril 2016 |
Hace unas semanas en mi viaje a Buenos Aires convencí a mi primo Jorge Wenceslao a que me acompañara al Parque Lezama para tomar una foto. La foto representa la imagen que vi en mi cabeza al leer Sobre Héroes y Tumbas de Ernesto Sábato hace 50 años. Para mí esta novela es la mejor novela sobre la Argentina y en especial sobre Buenos Aires. Es difícil que una persona, no argentina, pudiera apreciarla sin haber vivido años en Buenos Aires. No es extraño que en un país donde una mayoría de la población vive en el Gran Buenos Aires que sus novelas sean denominadas costumbristas. He vuelto a mi Vancouver y me paso los días escuchando Piazzola y rememoriando mi viaje a mi ciudad natal. He terminado por segunda vez Sobre Héroes y Tumbas y me he quedado con una maravillosa melancolía y nostalgia por el lugar. He remoriado las veces que me he sentado en el Parque Lezama. Para la foto no encontramos un banco cerca a la estatua. Por lo tanto convencí a Jorge Wenceslao a que se arrodillara sobre el pasto. Protestó un poco por el barro pero al final lo hizo.
Sobre
Heroes y Tumbas de Ernesto Sabato
I - El
Dragón y la Princesa
I
Un sábado de
mayo de 1953, dos años de los acontecimientos de Barracas, un muchacho alto y
encorvado caminaba por uno de los senderos del parque Lezama.
Se sentó en
un banco, cerca de la estatua de Ceres, y permaneció sin hacer nada, abandonado
a sus pensamientos. “Como un bote a la deriva en un gran lago
aparentemente tranquilo pero agitado por
corrientes profundas,” pensó Bruno, cuando después de la muerte de Alejandra,
Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los episodios
vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que comprendía ¡y de
qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años le recordaba a su propio
antepasado, al remoto Bruno que a veces vislumbraba a través de un territorio
neblinoso de treinta años; territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión
y la muerte. Melacólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz
crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos
leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A
esa hora en que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en que los
grandes ruidos se van retirando, como se
apagan las conversaciones, demasiado fuertes en la habitación de un moribundo;
y entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja, el
gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el lejano
grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un misterioso
acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo es diferente: los
árboles, los bancos, los jubilados que enciende alguna fogata con hojas secas,
la sirena de un barco en la Dársena Sur, el distante eco de la ciudad. Esa hora
en que todo entra en una existencia más profunda y enigmática. Y también más
temible, para los seres solitarios que a esa hora permanecen callados y
pensativos en los bancos de las plazas y parques de Buenos Aires.
Martín
levantó un trozo de diario abandonado, un trozo en forma de país: un país
inexistente pero posible. Mecánicamente leyó las palabras que se refería a
Suez, a comerciantes que iban a la cárcel de Villa Devoto, a algo que dijo Gheorghiu
al llegar. Del otro lado, medio manchado por el barro una foto: Perón visita el
Teatro Discépolo. Más abajo un ex combatiente mataba a su mujer y a otras
cuatro personas a hachazos.
Arrojó el
diario: “Casi nunca suceden cosas”, le diría Bruno, años después, “aunque la
peste diezme una región de la India”. Volvía a ver la cara pintarrajeada de su
madre diciendo “existís porque me descuidé”. Valor, sí señor, valor era lo que
le había faltado. Que si no habría terminado en las cloacas.
Madrecloaca
La Intrusa - The Intruder - Jorge Luís Borges
Thursday, May 12, 2016
Dicen
(lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de
los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte
natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo
cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche
perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe.
Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La
segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las
pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque
en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de
los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En
Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada
Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió
nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La
azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya
no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio
de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los
Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en
catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo
rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena
rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la
sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es
imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la
policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no
llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo
cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y
ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente
diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo
que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno
era contar con dos enemigos.
Los
Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces
de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó
a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero
no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las
fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte
estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de
tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se
sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no era mal parecida.
Eduardo
los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé
qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por
el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo
en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián.
El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la
rivalidad latente de los hermanos.
Una
noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado
al palenque En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas.
La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:
-Yo me
voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés,
usala.
El tono
era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué
hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una
cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde
aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión,
que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas
semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el
nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban
razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo
que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin
saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se
decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero
los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una
tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó
por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo
injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer
atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna
preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no
la había dispuesto.
Un día,
le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no
apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y
se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar
una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la
crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la
carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los
caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a
Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho;
Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En
Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una
rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres
entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales.
Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su
lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de
año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón;
en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró;
adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:
-De
seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló
con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba
con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron
a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían
cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño
entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían
compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.
El mes
de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la
gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que
Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:
-Vení,
tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la
fresca.
El
comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas;
después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron
un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:
-A
trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se
quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios.
Se
abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente
sacrificada y la obligación de olvidarla.
FIN
2 Kings, I, 26.
They say (which is improbable) that the story was told by
Eduardo, the younger of the Nelsons, at the wake of Cristian, the elder, who
died a natural death in the 1890s in the administrative area of Morón. What we can say for certain is that someone
heard it from someone else during that long, lost night between matés, and
repeated it to Santiago Dabove, from whom I heard it. Years later I was told the story again in
Turdera, where it had taken place. In
short, this second, somewhat tidier version, confirmed Santiago's account –
albeit with some small variations and divergences, which is to be
expected. I am writing it now because,
if I am not mistaken, it contains the brief and tragic essence of these remote
bordermen of yore. Although I shall
write with integrity, I foresee succumbing to the literary temptation of
accentuating or adding a detail here and there.
In Turdera they were called the Nilsens. The parish priest told me that his
predecessor remembered, not without some surprise, having espied in their
family home a well-worn Bible bound in black with Gothic lettering; handwritten
numbers and dates peppered the last pages.
It was the only book in the house – the hazard-ridden saga of the
Nilsens, lost as everything would eventually be lost. The sprawling house, which no longer exists,
was of unfinished brick; from the hallway two patios split off, one in red
tiles, the other of dirt. Few, as it
were, would enter there; the Nilsens closely guarded their solitude. In the dismantled rooms they slept on
cots. Their luxuries were their horses,
their harnesses, their short-bladed daggers, their lavish Saturday attire, and
their trouble-making alcohol. I know
that they were tall with long, reddish hair.
Denmark or Ireland, of which they had never heard, coursed through the
veins of these creoles. The neighborhood
feared The Redheads; it was not impossible that they might have had someone's
death on their conscience. One time,
standing back to back, they brawled with the police. It is said that the younger Nilson had an
altercation with Juan Iberra and in the end was not the worse off of the two,
which, in our understanding, is rather impressive. They were herders, towers, rustlers, and
sometimes cardsharps. They were renowned
as misers; only with drink and gambling did they become generous. No one knew anything of their relatives or
even where they came from. They were the
owners of a cart and a team of oxen.
Physically they differed from the usual breed that had
lent its outlaw nickname to the Costa Brava.
This fact and what we don't know can help us understand how united they
were. To get along poorly with one of
them was to anticipate having two enemies.
The Nilsens were rakes, but their amorous episodes had
hitherto involved the hallway or their baleful house. There was no lack of commentary, however,
when Cristian went to live with Juliana Burgos.
It was true that in this way he was gaining a servant. But it was no less certain that he plied her
with awful knickknacks and showed her off on holidays, on those poor holidays
in the slums where both the broken and the regal were banned and where,
nevertheless, there was dancing and a lot of light. Juliana had a dark complexion and
almond-shaped eyes; someone only had to glance at her and she would smile. She was not bad-looking amidst a modest
neighborhood in which work and negligence conspired to wear women out.
At the beginning Eduardo accompanied them. Then he took a trip to Arrecifes for who
knows what type of business; upon his return he brought home a girl he had
picked up on the way back, and a few days later threw her out. He became more surly; he got drunk only at
the grocery store and didn't socialize with anyone. He was in love with Cristian's woman. The neighborhood, who perhaps knew this
before he did, foresaw with treacherous happiness the latent rivalry of the
brothers.
One night, coming back late from the corner, Eduardo
espied Cristian's dark horse tethered to the fence. His older brother was waiting for him on the
patio in his best clothes; the woman was coming and going with maté in her
hand. Cristian said to Eduardo:
"I'm going out partying at the Farías' place. Here you have Juliana; if you wish, make use
of her."
His tone wavered somewhere between commanding and
cordial. Eduardo remained looking at him
for a while; not knowing what to do, Cristian got up, bid farewell to Eduardo
but not to Juliana, which was something, mounted the horse and, without
rushing, set off on a trot.
From that night on they shared her. It is possible that no one knew the details
of this sordid union, which exceeded the decencies of the slums.
The arrangement went well for a few weeks, but it could
not endure. The brothers did not mention
Juliana's name to one another, not even to call her, but instead looked for,
and found, reasons so as to disagree.
They argued over the sale of some hides, but what they argued over was
another matter. Cristian tended to raise
his voice as Eduardo remained silent.
Without knowing it, they were jealous of one another. In a harsh suburb a man did not say – not
even to himself – that a woman could matter to him beyond desire and
possession, but both of them were in love.
For them, in a way, this was humiliating.
One evening, on Lomas square, Eduardo crossed paths with
Juan Iberra, who congratulated him for having scored himself such an exquisite
female. It was then, I believe, that
Eduardo laid into him. No one could make
fun of Cristian in front of his brother.
The woman would wait for both of them with animal-like
submissiveness; but she could not hide her preference for the younger brother,
who had not refused to participate yet had also not made her available.
One day they ordered Juliana to bring two chairs to the
first patio and not linger there because they had to talk. She anticipated a long conversation and went
to take a siesta, but soon thereafter they remembered her. They made her pack a bag with everything she
had, not forgetting the glass rosary and the crucifix that her mother had left
her. Without explaining a thing to her,
they placed her in the coach and undertook a silent and tedious journey. It had rained; the roads were very oppressive
and it may have been around five in the morning when they reached Morón. Here they sold her to the madam of a
brothel. The deal was already done;
Cristian collected the amount and later divided it with his brother.
In Turdera, the Nilsens, hitherto lost in the tangle
(which was also a routine) of this monstrous love, wished to renew their old
life of men among men. They returned to
their riggings, to their cockpit, to their casual binges. Perhaps at some point they believed
themselves saved; but they would incur, each for his own part, unjustified or
extremely justified absences. Just
before the end of the year, the younger brother said that he had to go to the
capital. Cristian went to Morón; on the
fence of the house we all know he found Eduardo's peach-colored horse. He entered; inside the other brother was
waiting his turn. I believe Cristian
said to him:
"If we keep this up, we are going to tire out the
horses. Better that we keep her with
us."
He spoke with the madam, produced some coins from his
belt, and they took her away. Juliana
went with Cristian; Eduardo spurred on his peach-colored horse so as not to
have to look at them.
They returned to what has already been mentioned. The infamous solution had failed; both of
them had given in to the temptation of cheating. Cain certainly wandered through these parts,
but the affection between the Nilsens was very strong – who knew what rigors
and perils they had shared! – and they preferred to vent their exasperation on
outsiders. On a stranger, on the dogs,
on Juliana, who had brought them discord.
The month of March was about to end and the heat was not
letting up. One Sunday (on Sundays
people are supposed to come home early) Eduardo, returning from the grocery
store, saw that Cristian was yoking the oxen.
Cristian said to him:
"Come, we have to leave a few hides at the Pardo's
place. I've already loaded them; let's
take advantage of the fresh air."
The Pardo's business was, I believe, more to the south;
they took the Camino de las tropas, the cattle route, then a detour. The field was growing bigger with the
night.
They came upon a scrub-land; Cristian took out the
cigarette he had lit and said, without the slightest haste:
"To work, brother.
The caracaras will help us afterwards.
Today I killed her. May she
remain here with her clothes and do no more damage."
They embraced, almost crying. Now yet another shackle bound them together:
the sad sacrifice of the woman and the obligation to forget her.
The End