El Balam de Borges
Thursday, March 15, 2018
The jaguar (Panthera onca), is a wild cat species and the only extant member of the genus Panthera native to the Americas. The jaguar's present range extends from Southwestern United States and Mexico across much of Central America and south to Paraguay and northern Argentina.
Wikipedia
Jorge Luís Borges's short story La escritura de Diós first
appeared in Spanish in 1949 and it was
not translated into English until 1964. Unfortunately I do not have a copy of
the story in English. Suffice to say that this story hit me very hard when I
came back from Mérida, Yucatán a few weeks ago. Rosemary and I stayed (this is
our second time) at the Hotel Casa del Balam. Balam is Mayan for jaguar. I
could not resist in bringing as a souvenir a little clay balam.
Somewhere in my memory I knew that Borges had written a
story that featured a Mexican jaguar. Here is a plot description of the story
from Wikipedia:
The story is
narrated by an Aztec priest named Tzinacán, who is tortured by Pedro de
Alvarado (who burned the pyramid Qaholom where the protagonist was a magician)
and incarcerated, with a jaguar in the adjacent cell. Tzinacán searches for a
divine script that will provide him omnipotence in the patterns of the animal's
fur. While in the process of doing so, he has a dream in which he imagines himself
drowning in sand, and awakes to a vision of an enormous wheel "made of
water, but also of fire," which allows him to understand the patterns in
the jaguar's fur. Tzinacán claims that the divine script is a formula of
fourteen "apparently random" words, which upon speaking, will make
his prison disappear and will set the jaguar upon Alvarado. The story ends with
the narrator deciding not to say the words, however, because knowing the words
has made him forget Tzinacán, whom he is content to let lie in prison.
There is a particularly lovely sentence:
Consideré que aun en los lenguajes humanos no
hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los
tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que
se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio
luz a la tierra.
I considered that
in human language there is no proposal that does not imply the universe in its entirety,
to say the tiger is to say all the tigers that engendered it, the deer and
turtles that it devoured, the grass on which the deer fed themselves, the earth
that was the mother to the grass, the sky that gave light to the earth. (My
translation)
La
escritura de Diós (El Aleph) Jorge Luís Borges
La
cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si
bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo,
hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un
muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la
bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que
Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos
iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga
ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una
trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una
roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos
de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo
en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión,
no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me
destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de
las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.
La víspera del incendio de la pirámide, los
hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para
que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos,
el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los
tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta
cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.
Urgido por la fatalidad de hacer algo, de
poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que
sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes
de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui
entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un
recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la
sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones
del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas
desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia
mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las
más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto
la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que
la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los
tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al
privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me
vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de
Qaholom y sólo me faltaba entenderla.
Esta reflexión me animó, y luego me
infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas,
formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo
buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la
configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se
allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones
y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La
montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más
tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los
pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la
magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando
recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.
Entonces mi alma se llenó de piedad.
Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a
la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en
cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran.
Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los
prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un
jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto
favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y
la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de
luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje
amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara
interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo
sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.
No diré las fatigas de mi labor. Más de una
vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel testo. Gradualmente, el
enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una
sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá
una mente absoluta? Consideré que aun en los lenguajes humanos no hay
proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los
tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que
se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio
luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra
enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito,
sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la
noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios,
reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna
voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del
tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto
puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo,
mundo, universo.
Un día o una noche -entre mis días y mis
noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano
de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así,
multiplicándose hasta colmar la cárdel, y yo moría bajo ese hemisferio de
arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El
despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo:
"No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está
dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de
arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de
haber despertado realmente."
Me sentí perdido. La arena me rompía la
boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que
estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla
superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la
roldana, el cordel, la carne y los cántaros.
Un hombre se confunde, gradualmente, con la
forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un
descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un
encarcelado. Del incansablee laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la
dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz,
bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.
Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni
comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas
palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a
Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los
círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis
ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda
estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde)
infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que
fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que
me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba
ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que
la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del
universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que
surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se
volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi
el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que
formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender
la escriturad del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales
(que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso.
Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara
en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a
Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la
pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y
yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca
diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está
escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los
ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus
triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido
él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le
importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio
la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.