El Mosquitero
Tuesday, June 20, 2017
A few years ago Argentine painter Nora Patrich lent me a mosquitero or mosquito net. I put it in the middle of my my studio on Granville and Robson. I suspended it with a boom over my psychiatric couch and invited a friend, Diana to spend some time under it. The resulting photographs are some of the best and most erotic I have ever taken. I was thinking of my siestas in hot Argentine summers. I heard the sounds of our neighbours chickens and of Mercedes, our housekeeper hanging up clothes to dry.
Hace
unos años mi amiga la pintora argentina Nora Patrich me prestó su mosquitero. Lo
suspendí sobre mi diván psiquiátrico en mi estudio de Granville y Robson en
Vancouver. Invité a una amiga, Diana a que pasara unas horas bajo el mosquitero
con la idea de que era la hora de la siesta. Las fotos que tomé son unas de las
mejores y más eróticas que he tomado. Me transportaron a siestas de niño en esos veranos calientes de Buenos Aires.
Estación
de la mano – Julio Cortázar
Alguien
de mi familia encontró hace poco en Buenos Aires unos papeles míos que habían
entrado a formar parte de esa vaga región de las casas donde antiguos
colchones, números de Para Ti, mosquiteros agujereados, juegos de té
incompletos y latas vacías pero siempre útiles, o quizá llenas pero ya no se
sabe de qué y por lo tanto peligrosas, van aglutinándose en un rincón
favorecido por las pelusas, las arañas y las vagas esperanzas de los niños a la
hora de la siesta; y me escribió con el cortés desconcierto del que se topa con
algo que sale de las categorías domésticas y que sin llegar a ser resueltamente
basura ocupa de todas maneras un sitio que podría servir más ventajosamente
para un pan de jabón amarillo o ese dulce de tomate que se hace en la Argentina
y del que guardo una nostalgia llena de sauces y amores imposibles. Incurrí en
curiosidad por esas huellas que había dejado mi mano en otros tiempos (creyendo
quemar, junto con las naves, todos los papeles un día de noviembre del
cincuenta y uno); me llegó así un diario de un viaje por Chile hacia el
cuarenta y dos, y una especie de cuentecito totalmente olvidado y muy tonto,
donde justamente se trataba de una mano. Petulante, ingenuo y de un esteticismo
ceniciento y Vernon Lee, me enterneció por pasado, por indefenso. Lo doy tal
cual, pensando en esas palabras de Corot que cita Jean Cocteau en Opium y que
traducen exactamente mi ternura: «Esta mañana tuve el placer extraordinario de
ver de nuevo un cuadrito mío. No había nada en él, pero era encantador y estaba
como pintado por un pájaro.»
La
dejaba entrar por la tarde, abriéndole un poco la hoja de la ventana que da al
jardín, y la mano descendía ligeramente por los bordes de la mesa de trabajo,
apoyándose apenas en la palma, los dedos sueltos y como distraídos, hasta venir
a quedar inmóvil sobre el piano, en el marco de un retrato, o a veces sobre la
alfombra color vino.
Amaba yo
aquella mano porque nada tenía de exigente y sí mucho de pájaro y hoja seca.
¿Qué sabía ella algo de mí? Sin titubear llegaba a mi ventana por las tardes, a
veces de prisa —con su pequeña sombra que, de pronto, se proyectaba sobre los
papeles— y como urgiendo que le abriese; y otras lentamente, ascendiendo por
los peldaños de la hiedra donde, a fuerza de escalarla, había calado un camino
profundo. Las palomas de la casa la conocían bien, con frecuencia escuchaba yo
de mañana un arrullar ansioso y sostenido, y era que la mano andaba por los
nidos, ahuecándose para contener los pechos de tiza de las más jóvenes, la
pluma áspera de los machos celosos. Amaba las palomas y los bocales de agua
fresca y clara; cuántas veces la encontré al borde de un vaso de cristal, con
algún dedo levemente sumergido en el agua que se complacía y danzaba. Nunca la
toqué; comprendía que hubiera sido desatar cruelmente los hilos de un acaecer
misterioso. Y muchos días anduvo la mano por mis cosas, abrió libros y
cuadernos, puso su índice —con el cual sin duda leía— sobre mis poemas
preferidos y fue como si los aprobara pausadamente, verso a verso.
El
tiempo transcurría. Los sucesos de fuera que entonces me dolían y marcaban,
empezaron a adelgazar sus látigos que sólo de sesgo me alcanzaban. Descuidé la
aritmética, vi cubrirse de musgo mi más prolijo traje, apenas salía ahora de mi
cuarto, a la espera cadenciosa de la mano, atisbando con esperanza el primer —y
más lejano y hundido— roce en la hiedra.
Le puse
nombres: me gustaba llamarla Dg, porque era un nombre que sólo se dejaba
pensar. Incité su probable vanidad olvidando anillos y brazaletes sobre las
repisas, espiando su actitud con secreta constancia. Alguna vez creí que se
adornaría con las joyas, pero ella las estudiaba dando vueltas en torno y sin
tocarlas, a semejanza de una araña desconfiada, y aunque un día llegó a ponerse
un anillo de amatista fue sólo por un instante y lo abandonó como si le
quemara. Me apresuré entonces a esconder las joyas en su ausencia y desde
entonces me pareció que estaba más contenta.
Así
declinaron las estaciones, unas esbeltas y otras con semanas teñidas de luces
violetas, sin que sus llamadas premiosas llegaran hasta nuestro ámbito. Todas
las tardes volvía la mano, mojada con frecuencia por las lluvias otoñales, y la
veía tenderse de espaldas sobre la alfombra, secarse prolijamente un dedo con
otro, a veces con menudos saltos de cosa satisfecha. En los atardeceres de frío
su sombra se teñía de violeta. Yo encendía entonces un brasero a mis pies y
ella se acurrucaba y apenas bullía, salvo para recibir, displicente, un álbum
con grabados o un ovillo de lana que le gustaba anudar y retorcer. Era incapaz,
lo advertí pronto, de estarse largo rato quieta. Un día encontró una artesa con
arcilla, y se precipitó sobre ella; horas y horas modeló la arcilla mientras
yo, de espaldas, fingía no preocuparme por su tarea. Naturalmente, modeló una
mano. La dejé secar y la puse sobre el escritorio para probarle que su obra me
agradaba. Era un error: a Dg terminó por molestarle la contemplación de ese
autorretrato rígido y algo convulso. Cuando lo escondí, fingió por pudor no
haberlo advertido.
Mi
interés se tornó bien pronto analítico. Cansado de maravillarme, quise saber,
invariable y funesto fin de toda aventura. Surgían las preguntas acerca de mi
huésped: ¿Vegetaba, sentía, comprendía, amaba? Tendí lazos, apronté
experimentos. Había advertido que la mano, aunque capaz de leer, jamás
escribía. Una tarde abrí la ventana y puse sobre la mesa un lapicero,
cuartillas en blanco y cuando entró Dg me marché para no pesar sobre su
timidez. Por el ojo de la cerradura la vi cumplir sus paseos habituales; luego,
vacilante, fue hasta el escritorio y tomó el lapicero. Oí el arañar de la
pluma, y después de un tiempo ansioso entré en el estudio. En diagonal y con
letra perfilada, Dg había escrito: Esta resolución anula todas las anteriores
hasta nueva orden. Jamás pude lograr que volviese a escribir.
Transcurrido
el periodo de análisis, comencé a querer de verdad a Dg. Amaba su manera de
mirar las flores de los búcaros, su rotación acompasada en torno a una rosa,
aproximando la yema de los dedos hasta rozar los pétalos, y ese modo de
ahuecarse para envolver la flor, sin tocarla, acaso su manera de aspirar la
fragancia. Una tarde en que cortaba las páginas de un libro, observé que Dg
parecía secretamente deseosa de imitarme. Salí entonces a buscar más libros, y
pensé que tal vez le agradaría formar su propia biblioteca / tener su
biblioteca propia. Encontré curiosas obras que parecían escritas para manos,
como otras / así como había otras para labios o cabellos, y adquirí / compré
también un puñal diminuto. Cuando puse todo sobre la alfombra —su lugar
predilecto—, Dg lo observó con la cautela acostumbrada. Parecía temerosa del
puñal, y sólo días después se decidió a tocarlo. Yo seguía cortando mis libros
para infundirle confianza, y una noche (¿he dicho que sólo al alba se marchaba,
llevándose las sombras?) principió ella a abrir sus libros y examinar las
páginas. Pronto se desempeñó con una destreza extraordinaria; el puñal entraba
en las carnes blancas u opalinas con gracia centelleante. Terminada la tarea
colocaba el cortapapeles sobre una repisa donde había acumulado objetos de su
preferencia: lanas, dibujos, fósforos usados, un reloj pulsera, montoncitos de
ceniza, y descendía para tenderse de bruces en la alfombra y principiar la
lectura. Leía a gran velocidad, rozando las palabras con un dedo; cuando
hallaba grabados, se echaba entera sobre la página y parecía como dormida. Noté
que mi selección de libros había sido acertada; volvía una y otra vez a ciertas
páginas (Étude de Mains de Gautier; Le Gant de Crin de Reverdy) y colocaba
hebras de lana para recordarlas. Antes de irse, cuando yo ya dormía en mi
diván, encerraba sus volúmenes en un pequeño mueble que a propósito le había
destinado; y nunca hubo nada en desorden al despertar.
De esa
manera sin razones —simplemente basada en la simplicidad del misterio—,
convivimos un tiempo de estima y correspondencia. Toda indagación superada,
toda sorpresa abolida, ¡qué acaecer total de perfección nos contenía! Nuestra
vida, así, era una alabanza sin destino, canto puro y jamás presupuesto. Por la
ventana entraba Dg y con ella era el ingreso de lo absolutamente mío, rescatado
al fin de la limitación de los parientes y las obligaciones, recíproco en mi
voluntad de complacer a la que de tal forma me liberaba. Y vivimos así, por un
tiempo que no podría contar, hasta que la sanción de lo real vino a incidir en
mi flaqueza. Una noche soñé: Dg se había enamorado de mis manos —la izquierda,
sin duda, pues ella era diestra— y aprovechaba de mi sueño para raptar a la
amada cortándola con el puñal. Desperté aterrado, comprendiendo por primera vez
la locura de dejar un arma al alcance de tanto misterio. Busqué a Dg, aún
batido por las turbias aguas de la visión; estaba acurrucada en la alfombra y
en verdad parecía atenta a los movimientos de mi mano izquierda. Me levanté y
fui a guardar el puñal donde no pudiera alcanzarlo, pero después me arrepentí y
se lo traje, esperando su perdón o su olvido. Ella estaba como desencantada y
tenía los dedos entreabiertos en una indefinible sonrisa de tristeza.
Yo sé
que no volverá más. Tan torpe conducta puso en su inocencia la altivez y el
rencor. ¡Yo sé que no volverá más! ¿Por qué reprochármelo, palomas, clamando
allá arriba por la mano que no retorna a acariciarlas? ¿Por qué afanarse así,
rosa de Flandes, si ya no te incluirá nunca en sus dimensiones prolijas? Haced
como yo, que he vuelto a sacar cuentas, a ponerme mi ropa, y que paseo por la
ciudad el perfil de un habitante correcto.