El Otro - Un mate de plata con pie de serpientes
Wednesday, July 06, 2016
I took the above photograph of Irma in 2013 in Buenos Aires. There are
few good poems in Spanish about the mate (a mate gourd). This lovely
story by Jorge Luís Borges mentions a silver mate with serpent feet.
When I photographed Irma in Nora Patrich’s house in Bella Vista in Buenos
Aires I could have found such an item as Patrich has an extensive
collection of mates. But at the time I did not know about El Otro. So
this picture will do just fine, I believe.
El Otro
Por
Jorge Luis Borges
El hecho
ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo
escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder
la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un
cuento y, con los años, lo será tal vez para mí. Sé que fue casi atroz mientras
duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no
significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían
las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles.
A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no
supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el
río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había
dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a
los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de
golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de
fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien
se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en
seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue
entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que
silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo
criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha
desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha
muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La
voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con
horror.
Me le
acerqué y le dije:
-Señor,
¿usted es oriental o argentino?
-Argentino,
pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestación.
Hubo un
silencio largo. Le pregunté:
-¿En el
número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me
contestó que si.
-En tal
caso -le dije resueltamente- usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy
Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
-No -me
respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo
de un tiempo insistió:
-Yo
estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos
parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le
contesté:
-Puedo
probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido.
En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú
nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En
el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las
mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre
capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y
en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de
Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de
Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en
rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado
tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.
-Dufour
-corrigió.
-Esta
bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
-No
-respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural
que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La
objeción era justa. Le contesté:
-Si esta
mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el
soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación,
mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber
sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿Y si
el sueño durara? -dijo con ansiedad.
Para
tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le
dije:
-Mi
sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay
persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora,
salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que
te espera?
Asintió
sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
-Madre
está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre
murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la
mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre
la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja.
Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos
llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose
muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y
corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en
casa como están?
-Bien.
Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los
gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y
me dijo:
-¿Y
usted?
No sé la
cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás
poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica.
Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre. Me agradó que
nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros.
Cambié.
Cambié de tono y proseguí:
-En lo
que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos
antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron
contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de
Waterllo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro
Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia
de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia
está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la
democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es
más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No
me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del
guaraní.
Noté que
apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo
cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho,
más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre
las manos un libro. Le pregunté qué era.
-Los
poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin
vanidad.
-Se me
ha desdibujado. ¿Que tal es?
No bien
lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
-El
maestro ruso -dictaminó- ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma
eslava.
Esa
tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le
pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró
dos o tres, entre ellos El doble.
Le
pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de
Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
-La
verdad es que no -me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté
qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se
titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
-¿Por
qué no? -le dije-. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén
Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin
hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos lo
hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época. Me
quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por
ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de
todos buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos
los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los
oprimidos y parias.
-Tu masa
de oprimidos y de parias -le contesté- no es más que una abstracción. Sólo los
individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre
de hoy sentencio algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de
Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en
las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases
memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado
entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla
hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no
estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho
otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la
invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a
afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La
vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y
del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no
me escuchaba. De pronto dijo:
-Si
usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de
edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había
pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
-Tal vez
el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró
una tímida pregunta:
-¿Cómo
anda su memoria?
Comprendí
que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de
setenta era casi un muerto. Le contesté:
-Suele
parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan.
Estudio
anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra
conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una
brusca idea se me ocurrió.
-Yo te
puedo probar inmediatamente -le dije- que no estás soñando conmigo.
Oí bien
este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente
entoné la famosa línea:
L'hydre
- univers tordant son corps écaillé d'astres. Sentí su casi temeroso estupor.
Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
-Es
verdad -balbuceó-. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos
había unido.
Antes,
él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que
Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente
feliz.
-Si
Whitman la ha cantado -observé- es porque la deseaba y no sucedió. El poema
gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un
hecho.
Se quedó
mirándome.
-Usted
no lo conoce -exclamó-. Whitman es capaz de mentir.
Medio
siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea
lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos.
Eramos
demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace
difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el remendo cricaturesco del otro.
La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o
discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De
pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y
le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor. Se me ocurrió un
artificio análogo.
-Oí -le
dije-, ¿tenés algún dinero?
-Sí - me
replicó-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski
en el Crocodile.
-Dile a
Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me
das una de tus monedas.
Sacó
tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de
los primeros.
Yo le
tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor
y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
-No
puede ser -gritó-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro. (Meses
después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
-Todo
esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron
testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados. No hemos
cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo
pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo
resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de
plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo
quiso.
Respondí
que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que
nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en
dos sitios.
Asintió
en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos
mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que
iban a venir a buscarme.
-¿A
buscarlo? -me interrogó.
-Sí.
Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista.
Verás el
color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una
cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano. Nos despedimos sin habernos
tocado. Al día siguiente no fui. EL otro tampoco habrá ido.
He
cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber
descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en
un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y
todavía me atormenta el encuentro.
El otro
me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible
fecha en el dólar.
The Other
By Jorge
Luis Borges
The
incident occurred in February, 1969, in Cambridge, north of Boston. I didn't
write about it then because my foremost objective at the time was to put it out
of my mind, so as not to go insane. Now, in 1972, it strikes me that if I do
write about what happened, people will read it as a story and in time I, too,
may be able to see it as one.
I know that
it was almost horrific while it lasted — and it grew worse yet through the
sleepless nights that followed. That does not mean that anyone else will be
stirred by my telling of it.
It was
about ten o'clock in the morning. I was sitting comfortable on a bench beside
the Charles River. Some five hundred yards to my right there was a tall
building whose name I never learned. Large chunks of ice were floating down the
gray current. Inevitably, the river made me think of time… Heraclitus' ancient
image. I had slept well; the class I'd given the previous evening had, I think,
managed to interest students. There was not a soul in sight.
Suddenly, I
had the sense (which psychologists tell us is associated with states of
fatigue) that I had lived this moment before. Someone had sat down on the other
end of my bench. I'd have preferred to be alone, but I didn't want to get up
immediately for fear of seeming rude. The other man has started whistling. At
that moment there occurred the first of the many shocks that morning was to
bring me. What the man was whistling — or trying to whistle (I have never been
able to carry a tune)— was the popular Argentine milonga La tapera, by Elías
Regules. The tune carried me back to a patio that no longer exists and to the
memory of Alvaro Melián Lafinur, who died so many years ago. Then there came
the words. They were the words of the décima that begins the song. The voice
was not Alvaro's but it tried to imitate Alvaro's. I recognized it with horror.
I turned to
the man and spoke.
"Are
you Uruguayan or Argentine?"
"Argentine,
but I've been living in Geneva since '14," came the reply.
There was a
long silence. Then I asked a second question.
"At
number seventeen Malagnou, across the street from the Russian Orthodox
Church?"
He nodded.
"In
that case," I resolutely said to him, "your name is Jorge Luis
Borges. I too am Jorge Luis Borges. We are in 1969, in the city of
Cambridge."
"No,"
he answered in my own, slightly distant, voice, "I am here in Geneva, on a
bench, a few steps from the Rhône."
Then, after
a moment, he went on:
"It is
odd that we look so much alike, but you are much older that I, and you have
gray hair."
"I can
prove to you that I speak the truth," I answered. "I'll tell you
things that a stranger couldn't know. In our house there's a silver mate cup
with a base of serpents that our great-grandfather brought from Peru. There's
also a silver washbasin that was hung from the saddle. In the wardrobe closet
in your room, there are two rows of books: the three volumes of Lane's
translation of the Thousand and One Nights—which Lane called The Arabian Nights
Entertainment—with steel engravings and notes in fine print between the
chapters, Quicherat's Latin dictionary, Tacitus' Germania in Latin and in
Gordon's English version, a Quixote in the Garnier edition, a copy of Rivera
Indarte's Tablas de sangre signed by the author, Carlyle's Sartor Resartus, a
biography of Amiel, and, hidden behind the others, a paperbound volume detailing
the sexual customs of the Balkans. Nor have I forgotten a certain afternoon in
a second-floor apartment on the Plaza Dubourg."
"Dufour,"
he corrected me.
"All
right, Dufour," I said. "Is that enough for you?"
"No,"
he replied. "Those 'proofs' of yours prove nothing. If I'm dreaming you,
it's only natural that you would know what I know. That long-winded catalog of
yours is perfectly unavailing."
His
objection was a fair one.
"If
this morning and this encounter are dreams," I replied, "then each of
us does have to think that he alone is the dreamer. Perhaps our dream will end,
perhaps it won't. Meanwhile, our clear obligation is to accept the dream, as we
have accepted the universe and our having been brought into it and the fact
that we see with our eyes and that we breathe."
"But
what if the dream should last?" he asked anxiously.
In order to
calm him—and calm myself, as well—I feigned a self-assurance I was far from
truly feeling.
"My
dream," I told him—"has already lasted for seventy years. And besides—when
one wakes up, the person one meets is always oneself. That is what's happening
to us now, except that we are two. Wouldn't you like to know something about my
past, which is now the future that awaits you?"
He nodded wordlessly.
I went on, a bit hesitatingly:
"Mother
is well, living happily in her house in Buenos Aires, on the corner of Charcas
and Maipú, but Father died some thirty years ago. It was his heart. He had had
a stroke—that was what finally killed him. When he laid his left hand over his
right, it was like a child's hand resting atop a giant's. He died impatient for
death, but without a word of complaint. Our grand-mother had died in the same
house. Several days before the end, she called us all in and told us, 'I am
old, old woman, dying very slowly. I won't have anyone making a fuss over such
a common, ordinary thing as that.' Norah, your sister, is married and has two
children. By the way—at home, how is everyone?"
"Fine.
Father still always making his jokes against religion. Last night he said Jesus
was like the gauchos, who'll never commit themselves, which is why He spoke in
parables."
He thought
for a moment, and then asked: "What about you?"
"I'm
not sure exactly how many books you'll write, but I know there are too many.
You'll write poetry that will give you a pleasure that others will not fully
share, and stories of a fantastic turn. You will be a teacher—like your father,
and like so many others of our blood."
I am glad
he didn't ask me about the success or failure of the books. I then changed my
tack.
"As
for history… There was another war, with virtually the same antagonists. France
soon capitulated; England and America battled a German dictator name Hitler—the
cyclical Battle of Waterloo. Buenos Aires engendered another Rosas in 1946,
much like our kinsman, the first one.* In '55, the province of Córdoba saved
us, as Entre Ríos had before. Things are bad now. Russia is taking over the
planet; America, hobbled by the superstition of democracy, can't make up its
mind to be an empire. Our own country is more provincial with every passing
day—more provincial and more self-important, as though it has shut its eyes. I
shouldn't be surprised if the teaching of Latin were replaced by the teaching
of Guaraní."
I realized
that he was barely listening. The elemental fear of the impossible yet true had
come over him, and he was daunted. I, who have never been a father, felt a wave
of love for the poor young man who was dearer to me than a child of my own
flesh an blood. I saw that his hands were clutching the book. I asked what he
was reading.
"The
Possessed—or, I think would be better, The Devils, by Fyodor Dostoievsky,"
he answered without vanity.
"It's
a bit hazy to me now. Is it any good?"
The words
were hardly our of my mouth when I sensed that the question was blasphemous.
"The
great Russian writer," he affirmed sententiously, "has penetrated
more deeply than any other man into the labyrinths of the Slavic soul."
I took that
rhetorical pronouncement as evidence that he had grown calmer.
I asked him
what other works by Dostoievsky he had read.
He ticked
off two of three, among them The Double.
I asked him
whether he could tell the difference between the characters when he read, as
one could wish Joseph Conrad, and whether he planned to read on through
Dostoievsky's entire corpus.
"The
truth is, I don't," he answered with a slight note of surprise.
I asked him
what he himself was writing, and he told me he was working on a book of poetry
called Red Anthems. He'd also thought about calling it Red Rhythms or Red
Songs.
"Why
not?" I said. "You can cite good authority for it—Rubén Darío's blue
poetry and Verlaine's gray song."
Ignoring
this, he clarified what he's meant—his book would be a hymn to the brotherhood
of all mankind. The modern poet cannot turn his back on his age.
I thought
about this for a while, and then asked if he really felt that he was brother to
every living person—every undertaker, for example? every letter carrier? every
undersea diver, everybody that lives on the even-numbered side of the street,
all the people with laryngitis? (The list could go on.) He said his book would
address the great oppressed and outcast masses.
"Your
oppressed and outcast masses," I replied, "are nothing but an
abstraction. Only individuals exist—if, in fact, anyone does. Yesterday's man
is not today's, as some Greek said. We two, here on this bench in Geneva or in
Cambridge, are perhaps the proof of that."
Except in
the austere pages of history, memorable events go unaccompanied by memorable
phrases. A man about to die tries to recall a print that he glimpsed in his
childhood; soldiers about to go into battle talk about the mud or their
sergeant. Our situation was unique and, frankly, we were unprepared. We talked,
inevitably, about literature; I fear I said no more than I customarily say to
journalists. My alter ego believed in imagination, in creation—in the discovery
of new metaphors; I myself believed in those that correspond to close and
widely acknowledged likeness, those our imagination has already accepted: old
age and death, dreams and life, the flow of time and water. I informed the
young man of this opinion, which he himself was to express in a book, years later.
But he was
barely listening. Then suddenly, he spoke.
"If
you have been me, how can you explain the fact that you've forgotten that you
once encountered an elderly gentleman who in 1918 told you that he, too was
Borges?"
I hadn't
thought of that difficulty. I answered with conviction.
"Perhaps
the incident was so odd that I made an effort to forget it."
He ventured
a timid question.
"How's
your memory?"
I realized
that for a mere boy not yet twenty, a man of seventy some-odd years was
practically a corpse.
"It's
often much like forgetfulness," I answered, "but it can still find
what it's sent to find. I'm studying Anglo-Saxon, and I'm not at the foot of
the class."
By this
time our conversation had lasted too long to be a conversation in a dream.
I was
struck by a sudden idea.
"I can
prove to you this minute," I said, "that you aren't dreaming me.
Listen to this line of poetry. So far as I can recall, you've never heard it
before."
I slowly
intoned the famous line: "L'hydre-univers tordant son corps écaillé
d'astre."
I could
sense his almost fear-stricken bafflement. He repeated the line softly,
savoring each glowing word.
"It's
true," he stammered, "I could never write a line like that."
Hugo had
brought us together.
I now
recall that shortly before this, he had fervently recited that short poem in
which Whitman recall a night shared beside the sea—a night when Whitman had
been truly happy.
"If
Whitman sang of that night," I observed, "it's because he desired it
but it never happened. The poem gains in greatness if we sense that it is the
expression of a desire, a longing, rather than the narration of an event."
He stared
at me.
"You
don't know him," he exclaimed. "Whitman is incapable of
falsehood."
A half
century does not pass without leaving its mark. Beneath our conversation, the
conversation of two men of miscellaneous reading and diverse tastes, I realized
that we would not find common ground. We were too different, yet too alike. We
could not deceive one another, and that makes conversation hard. Each of us was
almost a caricature of the other. The situation was too unnatural to last much
longer. There was no point in giving advice, no point in arguing, because the
young man's inevitable fate was to be the man that I am now.
Suddenly I
recalled a fantasy by Coleridge. A man dreams that he is in paradise, and he is
given a flower as a proof. When he wakes up, there is the flower.
I hit upon
an analogous stratagem.
"Listen,"
I said, "do you have any money?"
"Yes,"
he replied. "About twenty francs. I invited Simón Jichlinski to have
dinner with me at the Crocodile tonight."
"Tell
Simón that he'll practice medicine in Carouge, and that he will do a great deal
of good… now, give me one of your coins."
He took
three silver pieces and several smaller coins out of his pocket. He held out
one of the silver pieces to me; he didn't understand.
I handed
him one of those ill-advised American bills that are all of the same size
though of very different denominations. He exclaimed it avidly.
"Impossible!"
he cried. "It's dated 1964."
(Months
later someone told me that banknotes are not dated.)
"This,
all this, is a miracle," he managed to say. "And the miraculous
inspires fear. Those who witnessed the resurrection of Lazarus must have been
terrified."
We haven't changed
a bit, I thought. Always referring back to books.
He tore the
bill to shreds and put the coin in his pocket.
I had
wanted to throw the coin he gave me in the river. The arc of the silver coin
disappearing into the silver river would have lent my story a vivid image, but
fate would not have it.
I replied
that the supernatural, if it happens twice, is no longer terrifying; I
suggested that we meet again the next day, on that same bench that existed in
two times and two places.
He
immediately agreed, then said, without looking at his watch, that it was
getting late, he had to be going. Both of us were lying, and each of us knew
that the other one was lying. I told him that someone was coming to fetch me.
"Fetch
you?" he queried.
"Yes.
When you reach my age, you'll have almost totally lost your eyesight. You'll be
able to see the color yellow, and light and shadow. But don't worry. Gradual
blindness is not tragic. It's like the slowly growing darkness of a summer
evening."
We parted
without having touched one another. The next day, I did not go to the bench.
The other man probably didn't, either.
I have
thought a great deal about this encounter, which I've never told anyone about.
I believe I have discovered the key to it. The encounter was real, but the
other man spoke to me in a dream, which was why he could forget me; I spoke to
him while I was awake, and so I am still tormented by the memory.
The other
man dreamed me, but did not dream me rigorously—he dreamed, I now realize, the
impossible date on that dollar bill.