Tea for Too at the London City - Monk @The Pat
Monday, December 10, 2018
Julio Cortázar at the London City |
In a trip to my native Buenos Aires in September my Rosemary and I made sure to visit the London City, a beautiful café/restaurant downtown. It was here where Julio Cortázar wrote his first novel Los Premios published in 1960. He had been in the café before 1951 when his dislike of Perón persuaded him to exile in Paris. But it was in 1950 when Cortázar would visit my father (a journalist for the Buenos Aires Herald). Since Cortázar did not like my father's Players I was seconded to the corner store to buy his favourite Arizonas. To this day I have not forgotten Cortázar's voice but I was too stupid to ever ask my father why it was they were friends.
While at the café I did not find any connection between the lovely setting and the fact that in the background I could listen to Thelonious Monk's version of Tea For Two
.
I forgot all about that until today when I received an email from Roderick MacDonald announcing next week's Jazz@ The Pat.
3 pm Saturday December 15 - Dan Gaucher makes the voyage from Galiano Island to Vancouver to play the music of Thelonious Monk @ The Pat with these wonderful musicians:
Dave Sikula - guitar
Dave Say - saxophones
Brad Turner - trumpet
James Meger - bass
Dan Gaucher - drums
Jazz@ The Pat December 8 2016 with Brad Turner
I am intrigued by this as it must take guts to have a Thelonious Monk program without a piano! I suspect that Brad Turner just might surprise us with a few tunes on the piano.
As soon as I Googgled Julio Cortázar, Thelonious Monk I found what you see below in both English and Spanish. The Spanish version includes a recording (2013) of Round Midnight by the Spanish Moisés P. Sanchez Trio, (Moisés P. Sánchez, piano, Antonio "Toño" Miguel, bass, and Borja Barrueta on drums).
Round Midnight - Moisés P. Sánchez Trio
Por.
Julio Cortázar
Concierto
del cuarteto de Thelonious Monk en Ginebra, marzo de 1966
En
Ginebra de día está la oficina de las Naciones Unidas pero de noche hay que
vivir y entonces de golpe un afiche en todas partes con noticias de Thelonious
Monk y Charles Rouse, es fácil comprender la carrera al Victoria may para fila
cinco al centro, los tragos propiciatorios en el bar de la esquina, las
hormigas de la alegría, las veintiuna que son interminablemente las diecinueve
y treinta, las veinte, las veinte y cuatro, el tercer whisky, Claude Tarnaud
que propone una fondue, su mujer y la mía que se miran consternadas pero
después se comen la mayor parte, especialmente el final que siempre es lo mejor
de la fondue, el vino blanco que agita sus patitas en las copas, el mundo a la espalda
y Thelonious semejante al comenta que exactamente dentro de cinco minutos se
llevará un pedazo de la tierra como en Héctor Servadac, en todo caso un pedazo
de Ginebra con la estatua de Calvino y los cronómetros de Vacheron &
Constantin.
Ahora se
apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de despedida que
nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un río, habrá otro tiempo,
el óbolo está listo) y ya el contrabajo levanta su instrumento y lo sondea,
brevemente la escobilla recorre el aire del timbal como un escalofrío, y desde
el fondo, un oso con un birrete entre turco y solideo se encamina hacia el
piano poniendo un pie delante de otro con un cuidado que hace pensar en minas
abandonadas o en esos cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada
flor hollada era una lenta muerte de jardinero. Cuando Thelonious se sienta al
piano toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño
exacto del alivio, porque el recorrido tangencial de Thelonious por el
escenario tiene algo de riesgoso cabotaje fenicio con probables varamientos en
las sirtes, y cuando la nave de oscura miel y barbado capitán llega a puerto,
la recibe el muelle masónico del Victoria may con un suspiro como de alas
apaciguadas, de tajamares cumplidos. Entonces es Pannonica, o Blue Monk, tres
sombras como espigas rodean al oso investigando las colmenas del teclado, las
burdas zarpas bondadosas yendo y viniendo entre abejas desconcertadas y
hexágonos de sonido, ha pasado apenas un minuto y ya estamos en la noche fuera
del tiempo, la noche primitiva y delicada de Thelonious Monk.
Pero eso no
se explica: A rose is a rose is a rose. Se está en una tregua, hay intercesor,
quizá en alguna esfera nos redimen. Y luego, cuando Charles Rouse da una paso
hacia el micrófono y su saxo dibuja imperiosamente las razones por las que está
ahí, Thelonious deja caer las manos, escucha un instante, posa todavía un leve
acorde con la izquierda, y el oso se levanta hamacándose, harto de miel o
buscando musgo propicio a la modorra, saliéndose del taburete se apoya en el
borde del piano marcando el ritmo con un zapato y el birrete, los dedos van
resbalando por el piano, primero al borde mismo del teclado donde podría haber
un cenicero y una cerveza pero no hay más que Steinway & Sons, y luego
inician imperceptiblemente un safari de dedos por el borde de la caja del piano
mientras el oso se hamaca cadencioso porque Rouse y el contrabajo y el
percusionista están enredados en el misterio mismo de su trinidad y Thelonious
viaja vertiginosamente sin moverse, pasando de centímetro en centímetro rumbo a
la cola del piano a la que no se llegará, se sabe que no llegará porque para
llegar le haría más tiempo que a Phileas Fogg, más trineos de vela, rápidos de
miel de abeto, elefantes y trenes endurecidos por la velocidad para salvar el
abismo de un puente roto, de manera que Thelonious viaja a su manera,
apoyándose en un pie y luego en otro sin salirse del lugar, cabeceando en el
puente de su Pequod varado en un teatro, y cada tanto moviendo los dedos para
ganar un centímetro o mil millas, quedándose otra vez quieto y como precavido,
tomando la altura con un sextante de humo y renunciando a seguir adelante y
llegar al extremo de la caja del piano, hasta que la mano abandona el borde, el
oso gira paulatino y todo podría ocurrir en ese instante en que le falta el
apoyo, en que flota como un alción sobre el ritmo donde Charles Rouse está
echando las últimas vehementes largas pinceladas de violeta y de rojo, el oso
se balancea amablemente y regresa nube a nube hacia el teclado, lo mira como
por primera vez, pasea por el aire los dedos indecisos, los deja caer y estamos
salvados, hay Thelonious capitán, hay rumbo por un rato, y el gesto de Rouse al
retroceder mientras desprende el saxo del soporte tiene algo de entrega de
poderes, de legado que devuelve al Dogo las llaves de la serenísima