The Dagger - El Puñal
Sunday, November 27, 2016
Sometimes the memory of a story I am sure I have read
recedes from it. I believe that in the late 50 I read a story by Ray
Bradbury about a man who manhandles his inanimate objects. One morning his electric razor
is bent on revenge and attacks him.
It was on one of William Safire’s On Language columns in
the Sunday NY Times Magazine that I first read about resistentialism.
My Wikipedia informs me:
Resistentialism
Resistentialism is a jocular theory to describe
"seemingly spiteful behavior manifested by inanimate objects", where
objects that cause problems (like lost keys or a runaway bouncy ball) are said
to exhibit a high degree of malice toward humans. The theory posits a war being
fought between humans and inanimate objects, and all the little annoyances that
objects cause throughout the day are battles between the two. The concept was
not new in 1948 when humorist Paul Jennings coined this name for it in a piece
titled "Report on Resistentialism", published in The Spectator that
year and reprinted in The New York Times; the word is a blend of the Latin res
("thing"), the French resister ("to resist"), and the
existentialism school of philosophy. The movement is a spoof of existentialism
in general, and Jean-Paul Sartre in particular, Jennings naming the fictional
inventor of Resistentialism as Pierre-Marie Ventre. The slogan of
Resistentialism is "Les choses sont contre nous" ("Things are
against us").
I have long experience with the reality of resistentialism. My flash cords and extension cables knot up and even though I
am Alexander I cannot use that other Alexander’s method successfully without
electrocuting myself. I can look at a piece of photographic equipment and it
will fail. This is why I have always protected my very good reputation by carrying
two of everything. My Rosemary has two peculiar talents. One is her inability
to open jars and bottles and especially tamper proof medicine bottles. She can
also flick an electrical switch and lightbulbs will burn out at what I am sure
exceeds the statistics of probability.
Resistentialism or a more intelligent (if I can say that)
form of it is central in more than one Jorge Luís Borges story and poem and particularly in
one called El Encuentro. There is no English translation of this short story
that features armas blancas (the Spanish word for bladed weapons) that lie
behind a glass cabinet. They, a particular two, are waiting to be grabbed by a
hapless human so that both can perform what they have been designed to do which
is to kill. In the case of El Encuentro the two knives do their damage and are
returned to the cabinet, ready and wait for the next set of human hands. In a
second El Puñal, a poem, it’s the same story but more subtle. The English translation is terrific as it it by the recently deceased Norman Thomas di Giovanni and expert translator of Borges and other Latin American authors
El puñal
– Jorge Luís Borges
En un
cajón hay un puñal. Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado;Luis Melián
Lafinur se lo dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo
alguna vez en la mano.
Quienes
lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que lo
buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja
obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra
cosa quiere el puñal. Es más que una estructura hecha de metales hombres lo
pensaron y lo formaron para un fin muy preciso; es de algún modo eterno, el
puñal que anochece mató a un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César.
Quiere matar, quiere derramar brusca
sangre.
En un
cajón del escritorio, entre borradores y cartas,
interminablemente
sueña el puñal su sencillo sueño del tigre, y la mano se anima cuando lo rige
porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida para
quien lo crearon los hombres. A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe,
tan impasible o inocente soberbia, y los años pasan inútiles.
The Dagger – Jorge Luís Borges – Translated by Norman
Thomas di Giovanni
To Margarita Bunge
A dagger rests in a drawer. It was forged in Toledo at the end of the last century.
Luis Melián Lafinur gave it to my father, who brought it from Uruguay. Evaristo
Carriego once held it in his hand.
Whoever lays eyes on it has to pick up the dagger and
toy with it, as if he had always been on the lookout for it. The hand is quick
to grip the waiting hilt, and the powerful obeying blade slides in and out of
the sheath with a click.
This is not what the dagger wants. It is more than a structure of metal; men conceived it
and shaped it with a single end in mind. It is, in some eternal way, the dagger
that last night knifed a man in Tacuarembó and the daggers that rained on
Caesar. It wants to kill, it wants to shed sudden blood.
In a drawer of my writing table, among draft pages and
old letters, the dagger dreams over and over its simple tiger's dream. On
wielding it the hand comes alive because the metal comes alive, sensing itself,
each time handled, in touch with the killer for whom it was forged.
At times I am sorry for it. Such power and
single-mindedness, so impassive or innocent its pride, and the years slip by,
unheeding.
[1954]
El
Encuentro – Jorge Luís Borges
Quien
recorre los diarios cada mañana lo hace para el olvido o para el diálogo casual
de esa tarde, y así no es raro que ya nadie recuerde, o recuerde como en un
sueño, el caso entonces discutido y famoso de Maneco Uriarte y de Duncan. El
hecho aconteció, por lo demás, hacia 1910, el año del cometa y del Centenario,
y son tantas las cosas que desde entonces hemos poseído y perdido. Los
protagonistas ya han muerto; quienes fueron testigos del episodio juraron un
solemne silencio. También yo alcé la mano para jurar y sentí la importancia de
aquel rito, con toda la romántica seriedad de mis nueve o diez años. No sé si
los demás advirtieron que yo había dado mi palabra; no sé si guardaron la suya.
Sea lo que fuere, aquí va la historia, con las inevitables variaciones que
traen el tiempo y la buena o la mala literatura.
Mi primo
Lafinur me llevó esa tarde a un asado en la quinta de Los Laureles. No puedo
precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte, sombreados y
apacibles, que van declinando hacia el río y que nada tienen que ver con la
larga ciudad y con su llanura. El viaje en tren duró lo bastante para que me
pareciera tedioso, pero el tiempo de los niños, como se sabe, fluye con
lentitud. Había empezado a oscurecer cuando atravesamos el portón de la quinta.
Ahí estaban, sentí, las antiguas cosas elementales: el olor de la carne que se
dora, los árboles, los perros, las ramas secas, el fuego que reúne a los
hombres.
Los
invitados no pasaban de una docena; todos, gente grande. El mayor, lo supe
después, no había cumplido aún los treinta años. Eran, no tardé en comprender,
doctos en temas de los que sigo siendo indigno: caballos de carrera, sastrería,
vehículos, mujeres notoriamente costosas. Nadie turbó mi timidez, nadie reparó
en mí. El cordero, preparado con diestra lentitud por uno de los peones, nos
demoró en el largo comedor. Las fechas de los vinos se discutieron. Había una
guitarra; mi primo, creo recordar, entonó La tapera y El gaucho de Elías
Regules y unas décimas en lunfardo, en el menesteroso lunfardo de aquellos
años, sobre un duelo a cuchillo en una casa de la calle Junín. Trajeron el café
y los cigarros de hoja. Ni una palabra de volver. Yo sentía (la frase es de
Lugones) el miedo de lo demasiado tarde. No quise mirar el reloj. Para
disimular mi soledad de chico entre mayores, apuré sin agrado una copa o dos.
Uriarte propuso a gritos a Duncan un póker mano a mano. Alguien objetó que esa
manera de jugar solía ser muy pobre y sugirió una mesa de cuatro. Duncan lo
apoyó, pero Uriarte, con una obstinación que no entendí, ni traté de entender,
insistió en lo primero. Fuera del truco, cuyo fin esencial es poblar el tiempo
con diabluras y versos y de los modestos laberintos del solitario, nunca me
gustaron los naipes. Me escurrí sin que nadie lo notara. Un caserón desconocido
y oscuro (sólo en el comedor había luz) significa más para un niño que un país
ignorado para un viajero. Paso a paso exploré las habitaciones; recuerdo una
sala de billar, una galería de cristales con formas de rectángulos y de rombos,
un par de sillones de hamaca y una ventana desde la cual se divisaba una
glorieta. En la oscuridad me perdí; el dueño de casa, cuyo nombre, a la vuelta
de los años, puede ser Acevedo o Acebal, dio por fin conmigo. Por bondad o para
complacer su vanidad de coleccionista, me llevó a una vitrina. Cuando prendió la
lámpara, vi que contenía armas blancas. Eran cuchillos que en su manejo se
habían hecho famosos. Me dijo que tenía un campito por el lado de Pergamino y
que yendo y viniendo por la provincia había ido juntando esas cosas. Abrió la
vitrina y sin mirar las indicaciones de las tarjetas, me refirió su historia,
siempre más o menos la misma, con diferencias de localidades y fechas. Le
pregunté si entre las armas no figuraba la daga de Moreira, en aquel tiempo el
arquetipo del gaucho, como después lo fueron Martín Fierro y Don Segundo
Sombra. Hubo de confesar que no, pero que podía mostrarme una igual, con el
gavilán en forma de U. Lo interrumpieron unas voces airadas. Cerró
inmediatamente la vitrina; yo lo seguí.
Uriarte
vociferaba que su adversario le había hecho una trampa. Los compañeros los
rodeaban, de pie. Duncan, recuerdo, era más alto que los otros, robusto, algo
cargado de hombros, inexpresivo, de un rubio casi blanco; Maneco Uriarte era
movedizo, moreno, acaso achinado, con un bigote petulante y escaso. Era
evidente que todos estaban ebrios; no sé si había en el piso dos o tres
botellas tiradas o si el abuso del cinematógrafo me sugiere esa falsa memoria.
Las injurias de Uriarte no cejaban, agudas y ya obscenas. Duncan parecía no
oírlo; al fin, como cansado, se levantó y le dio un puñetazo. Uriarte, desde el
suelo, gritó que no iba a tolerar esa afrenta y lo retó a batirse.
Duncan
dijo que no, y agregó a manera de explicación:
–Lo que
pasa es que le tengo miedo.
La
carcajada fue general.
Uriarte,
ya de pie, replicó:
–Voy a
batirme con usted y ahora mismo.
Alguien,
Dios lo perdone, hizo notar que armas no faltaban.
No sé
quién abrió la vitrina. Maneco Uriarte buscó el arma más vistosa y más larga,
la del gavilán en forma de U; Duncan, casi al desgaire, un cuchillo de cabo de
madera, con la figura de un arbolito en la hoja. Otro dijo que era muy de
Maneco elegir una espada. A nadie le asombró que le temblara en aquel momento
la mano; a todos, que a Duncan le pasara lo mismo.
La
tradición exige que los hombres en trance de pelear no ofendan la casa en que
están y salgan afuera. Medio en jarana, medio en serio, salimos a la húmeda
noche. Yo no estaba ebrio de vino, pero sí de aventura; yo anhelaba que alguien
matara, para poder contarlo después y para recordarlo. Quizá en aquel momento
los otros no eran más adultos que yo. También sentí que un remolino, que nadie
era capaz de sujetar, nos arrastraba y nos perdía. No se prestaba mayor fe a la
acusación de Maneco; todos la interpretaban como fruto de una vieja rivalidad,
exacerbada por el vino.
Caminamos
entre árboles, dejamos atrás la glorieta. Uriarte y Duncan iban a la cabeza; me
extrañó que se vigilaran, como temiendo una sorpresa. Bordeamos un cantero de
césped. Duncan dijo con suave autoridad:
–Este
lugar es aparente.
Los dos
quedaron en el centro, indecisos. Una voz les gritó:
–Suelten
esa ferretería que los estorba y agárrense de veras.
Pero ya
los hombres peleaban. Al principio lo hicieron con torpeza, como si temieran
herirse; al principio miraban los aceros, pero después los ojos del contrario.
Uriarte había olvidado su ira; Duncan, su indiferencia o desdén. El peligro los
había transfigurado; ahora eran dos hombres los que peleaban, no dos muchachos.
Yo había previsto la pelea como un caos de acero, pero pude seguirla, o casi
seguirla, como si fuera un ajedrez. Los años, claro está, no habrán dejado de
exaltar o de oscurecer lo que vi. No sé cuánto duró; hay hechos que no se
sujetan a la común medida del tiempo.
Sin el
poncho que hace de guardia, paraban con el antebrazo los golpes. Las mangas,
pronto jironadas, se iban oscureciendo de sangre. Pensé que nos habíamos
engañado al presuponer que desconocían esa clase de esgrima. No tardé en
advertir que se manejaban de manera distinta. Las armas eran desparejas.
Duncan, para salvar esa desventaja, quería estar muy cerca del otro; Uriarte
retrocedía para tirarse en puñaladas largas y bajas. La misma voz que había
indicado la vitrina gritó:
–Se
están matando. No los dejen seguir.
Nadie se
atrevió a intervenir. Uriarte había perdido terreno; Duncan entonces lo cargó.
Ya casi se tocaban los cuerpos. El acero de Uriarte buscaba la cara de Duncan.
Bruscamente nos pareció más corto, porque había penetrado en el pecho. Duncan
quedó tendido en el césped. Fue entonces cuando dijo con voz muy baja:
–Qué
raro. Todo esto es como un sueño.
No cerró
los ojos, no se movió y yo había visto a un hombre matar a otro.
Maneco
Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonara. Sollozaba sin
disimulo. El hecho que acababa de cometer lo sobrepasaba. Ahora sé que se
arrepentía menos de un crimen que de la ejecución de un acto insensato.
No quise
mirar más. Lo que yo había anhelado había ocurrido y me dejaba roto. Lafinur me
dijo después que tuvieron que forcejear para arrancar el arma. Se formó un
conciliábulo. Resolvieron mentir lo menos posible y elevar el duelo a cuchillo
a un duelo con espadas. Cuatro se ofrecieron como padrinos, entre ellos Acebal.
Todo se arregla en Buenos Aires; alguien es siempre amigo de alguien.
Sobre la
mesa de caoba quedó un desorden de barajas inglesas y de billetes que nadie
quería mirar o tocar.
En los
años siguientes pensé más de una vez en confiar la historia a un amigo, pero
siempre sentí que ser poseedor de un secreto me halagaba más que contarlo.
Hacia 1929, un diálogo casual me movió de pronto a romper el largo silencio. El
comisario retirado don José Olave me había contado historias de cuchilleros del
bajo del Retiro; observó que esa gente era capaz de cualquier felonía, con tal
de madrugar al contrario, y que antes de los Podestá y de Gutiérrez casi no
hubo duelos criollos. Le dije haber sido testigo de uno y le narré lo sucedido
hace tantos años.
Me oyó
con atención profesional y después me dijo:
–¿Está
seguro de que Uriarte y el otro no habían visteado nunca? A lo mejor, alguna
temporada en el campo les había servido de algo.
–No –le
contesté–. Todos los de esa noche se conocían y todos estaban atónitos.
Olave
prosiguió sin apuro, como si pensara en voz alta:
–Una de
las dagas tenía el gavilán en forma de U. Dagas como ésas hubo dos que se
hicieron famosas: la de Moreira y la de Juan Almada, por Tapalquén.
Algo se
despertó en mi memoria; Olave prosiguió:
–Usted
mentó asimismo un cuchillo con cabo de madera, de la marca de Arbolito. Armas
como ésas hay de a miles, pero hubo una...
Se
detuvo un momento y prosiguió:
–El
señor Acevedo tenía su establecimiento de campo cerca de Pergamino.
Precisamente por aquellos pagos anduvo, a fines del siglo, otro pendenciero de
mentas: Juan Almanza. Desde la primera muerte que hizo, a los catorce años,
usaba siempre un cuchillo corto de ésos, porque le trajo suerte. Juan Almanza y
Juan Almada se tomaron inquina, porque la gente los confundía. Durante mucho
tiempo se buscaron y nunca se encontraron. A Juan Almanza lo mató una bala
perdida, en unas elecciones. El otro, creo, murió de muerte natural en el
hospital de Las Flores.
Nada más
se dijo esa tarde. Nos quedamos pensando.
Nueve o
diez hombres, que ya han muerto, vieron lo que vieron mis ojos –la larga
estocada en el cuerpo y el cuerpo bajo el cielo– pero el fin de otra historia
más antigua fue lo que vieron. Maneco Uriarte no mató a Duncan; las armas, no
los hombres, pelearon. Habían dormido, lado a lado, en una vitrina, hasta que
las manos las despertaron. Acaso se agitaron al despertar; por eso tembló el
puño de Uriarte, por eso tembló el puño de Duncan. Las dos sabían pelear –no
sus instrumentos, los hombres– y pelearon bien esa noche. Se habían buscado
largamente, por los largos caminos de la provincia, y por fin se encontraron,
cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro dormía y acechaba un rencor
humano.
Las
cosas duran más que la gente. Quién sabe si la historia concluye aquí, quién
sabe si no volverán a encontrarse.