Emma Slipp |
Me encanta encontrar textos que lucen con algunas de mis fotos. Se me ocurrió poner en Google femme fatale - Julio Cortázar y encontre el cuento Circe. En 2015 fotografié una actriz de teatro en Vancouver llamada Emma Slipp. Estaba a punto de aparecer en una obra basada en una novela de Raymond Chandler. Creo que la foto es como me imagino a la protagonista Delia del cuento de Cortázar.
Circe - Julio
Cortázar
And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from
her hand. But while I bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt
my crashing fall through the tangled boughs beneath her feet, and saw the dead
white faces that welcomed me in the pit.
Dante Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit
Porque
ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes
entrecortados, la cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la
incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la de la casa de altos,
su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia
de bolo vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero
si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y hasta don Emilio, siempre discreto como sus
lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara con un resto de
pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a
puerta limpia un aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su
familia con un ineficaz estallido de independencia. No los había querido nunca,
sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos.
Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la
primera vez que se repitieron los comentarios. A la de la casa de altos le negó
el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del trabajo entraba
ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o
un libro- a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me
acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo
tenía doce años, el tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos
claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un tiempo que la gracia de Delia
y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: “La
odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo”, y ni parpadeó cuando su
madre hizo ademán de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la
ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la ropa como por favor, los
domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se
acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a
veces la escuchaba reírse adentro, un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la
pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales,
seguidas de una humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a
cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro, de manera que otros vecinos empezaron
a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron del
caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era
ya verano y Delia quería salir a veces, iban juntos a las confiterías de
Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve años, Delia vio
llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.
Los
Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera
preferido un dolor sólo por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de
Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo, tan rubia sobre el luto. Se
dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar
cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces
salía sola hasta el antiguo barrio, donde Héctor la había festejado. Madre
Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las persianas.
Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban
cerca sin que ella los mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba
cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el Once, de tarde) y el
perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia
había jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que
les tenía poco miedo. Y las mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una
sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con un gesto liviano.
Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor.
Pero Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces
cuando Mario oyó los primeros chismes. La muerte de Rolo Médicis no había
interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un síncope. Cuando Héctor
se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la
cara servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el
gesto de su padre. Para colmo fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una
pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba muerto, el golpe
brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro,
raro que no se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca
de él y fue la primera en gritar. En cambio Héctor murió solo, en una noche de
helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia como todos
los sábados.
Yo me
acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella
estaba todavía con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber
el capricho), aceptaba la compañía de Mario para pasear por Almagro o ir al
cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su vida,
hasta de la casa. Era siempre una “visita”, y entre nosotros la palabra tiene
un sentido exacto y divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle,
o al subir la escalera de la estación Medrano, miraba a veces su mano apretada
contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro, esa
distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros
sombreros para el domingo de mañana.
Ahora
que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba
en que anexaban episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente
muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o asfixia por inmersión. Muchos
conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros rehúyen
o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los
sollozos que la de la casa de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara
la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el rostro de Delia los
primeros días… La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos
nudos agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz,
con asco, con terror, cuando el insomnio entraba en su piecita para ganarle la
noche.
“Perdóname
mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito
arrancado al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que
quedó como un mojón para el primer marinero de la madrugada. Hasta esa noche
había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas semanas; no
raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si
tratara de escribir algo en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos
del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo no, le falló el corazón de
golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble
faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los
zaguanes las cosas resuenan tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días
que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado, un grito entre las
manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe
atroz de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo
ya inútil.
Sin
darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo
explicaciones paralelas al ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia,
esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia sabría exactamente lo
que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y
a Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida
por ese acuerdo precavido e incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto
como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina y constante, casi
transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a
lunes. Delia recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el
piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce con Mario, lo hacía sentarse cerca
de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado.
Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero
lo atribuía a delicadeza, a miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores
de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero Delia dijo con
brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las
botellas. “A Héctor…”, empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a
Mario. Después se dieron cuenta de que a Mario no lo molestaba la evocación de
los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia recobró la
animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque
acababan de ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia.
Los Mañara picoteaban pacientemente la galena del aparatito con teléfonos, y lo
hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara cantar a Rosita
Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
-Hiciste
mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir
y se miraron hasta que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una
corona de laurel, y la señora suspiró desviando los ojos. De pronto los dos
parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la
palanquita de la galena.
Delia se
quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba
comiendo el segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que
sabía hacer bombones. Parecía excusarse por no haberle confiado antes tantas
cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los bombones, el
relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a
la naranja rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía
Mario para mostrarle cómo se los manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado
blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un cirujano pausando un
delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de
Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro
malestar, una dulzura de abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera
querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a la boca, porque está
vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia
repetir la receta del licor de té, del licor de rosa… Hundió los dedos en la
caja y comió dos, tres bombones seguidos. Delia se sonreía como burlándose. Él
se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó
raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya
es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega
a base de olvidos menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás
de los recuerdos; parece que él iba más seguido a lo de Mañara, la vuelta a la
vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara le
pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias
para los licores, los filtros y embudos que ella recibía con una grave
satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo menos algún
olvido de los muertos.
Los
domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía
sin sonreír, pero dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin
habían cesado los chismes, al menos no se hablaba de Delia en su presencia.
Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio
encresparse frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que
habían recapacitado, que absolvían a Delia y hasta la consideraban de nuevo.
Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las
sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro
cuadras una de otra; la esquina de Rivadavia y Castro Barros era el puente
necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara las casas,
las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como
íntimamente ajeno y oscuro.
Otras gentes
no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de
amigos. Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre,
todos sabían que era él. En diciembre, con un calor húmedo y dulce, Delia logró
el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer de tormenta.
Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se
ofendió, pero estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el
dedalito violáceo lleno de luz naranja, de olor quemante. “Me va a hacer morir
de calor, pero está delicioso”, dijo una o dos veces. Delia, que hablaba poco
cuando estaba contenta, observó: “Lo hice para vos”. Los Mañara la miraban como
queriendo leerle la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo
le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de
Mañara dichas al pasar cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas.
Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es malo para el corazón.” Tener
un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en los
gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los
Mañara qué le gustaba a Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a
Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a ensayar y que se alineaban
para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia
iba a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas
veces, obtuvo que ella le hiciera probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo
una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo saboreaba
-algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose
raramente-, Delia tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los
elogios, no era más que un ensayo y aún estaba lejos de lo que se proponía.
Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida
junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para
adivinar el sabor, y Mario obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a
mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del chocolate. Sus dientes
desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la
sensación agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia
estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se
acercaba a lo que había esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles
por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que Delia no había vuelto a
sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los
bombones. No lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario
adivinó que los gastos de Delia los afligían. Entonces pidió a Delia en secreto
una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca
antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía
despacito a menta. Mario cerró los ojos llevado por la necesidad de sentir el
perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso volvió, más duro y
quejándose.
No supo
si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de
Delia en la penumbra de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y
le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado con esa voz, nunca se
habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los
periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en
que muchos aviadores se quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz
y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le pareció un instante que su
gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca
carrera por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y
después volvió como avergonzada, mirando de reojo a los Mañara; los miraba de
reojo y se sonreía.
Sin
sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la
paz de Delia, el peso persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor
era ya el desborde, el trizado que desnuda un espejo. De Delia quedaban las
manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con cosas
simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su
respiración a medias en la muerte. Se prometió una caridad sin límites, una
cura de años en habitaciones claras y parques alejados del recuerdo; tal vez
sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que
ella no viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que
sigue para morir.
Creyó
que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a
Delia; en cambio se enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios,
aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo cuando venía la hora de las
pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y
definir -con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el
sabor de un trocito de pulpa nueva, pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio
de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o
pasear por Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que
venía a buscarla el sábado de tarde o la mañana del domingo. Como si
prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas. Pero
también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los
viejos. Aunque no estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con
los Mañara se alegró más, entonces se divertía de veras en la Exposición Rural,
quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza,
estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez
más clara y un andar decidido. Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el
ensimismamiento interminable con la balanza o las tenacillas. Ahora los
bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a
probar sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los
Mañara hubieran rehusado probar sabores nuevos; preferían los caramelos comunes
y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos pero como
invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban
los bombones para examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento
de Delia junto al piano, su aire falsamente distraído. Guardaba para él las
novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca; una
vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la
cocina para buscar unos bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el
gato dormido en su rincón y las cucarachas que huían por las baldosas. Se
acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en
los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente
salado (en lo más lejano del sabor), como si al final del gusto se escondiera
una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las lágrimas caídas la
noche de Rolo en el zaguán.
-El pez
de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y
falsas vegetaciones. Un pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado
movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario como una perla viva. Mario
pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al
mascarlo.
-Hay que
renovarle más seguido el agua -propuso.
-Es
inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le
sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y
los primeros tiempos. Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle,
con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los pares de medias o las
enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una
estampa en la hoja del ropero.
Antes de
irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a
mirar el suelo como si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de
eso. Delia parecía querer habituarse y pensar antes de contestarle. Después lo
miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba un poco
la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán
casi mágico.
-Entonces
sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.
Madre
Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día
no se movió de su cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con
caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario se fue a ver fútbol y por la noche
llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le
dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el
tratamiento era íntimo y a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos
para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe todo desde la primera
infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su
futuro suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del
hogar, pero no le venían las palabras. Se notaba que también los Mañara
hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos
volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la
llamada de amor indio.
Una o
dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá
Mañara fuera de la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó
inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra esos miserables que lo
hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó
mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con
tinta azul. “Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según
declaraciones de los familiares”. Pensó raramente que los familiares de Héctor
no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los
primeros días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que
era regalo de la madre de Héctor. Pez de color muerto el día anunciado por
Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el sobre, el
recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia,
salvarla en sí mismo de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos
rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia ni con los Mañara), vino
el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía
por qué) y después: “Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel”.
Del sobre salió un perfume vago a jabón de almendra. Mario pensó si la de la
casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor de revisar la
cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le
dijo nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del
veintitantos, ahora iba después de cenar a lo de Delia y hablaban paseándose
por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor comían
menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas
muestras a la sala, prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en
moldecitos, con un fino césped de papel verde claro por encima. Mario la notó
inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche
que hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario
comprendió que también a ella la estaban torturando desde lejos; que compartían
sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se
encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de
cerveza y papas fritas sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si
desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a pedirle plata, sin
rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y
Rivadavia.
-Ya sé
que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me
ayuden, que la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan
sensible.
-Vos
querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?
-Bueno,
no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va
juntando…
-Vos no
la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa… quiero decir que no le hacen
mella. Es más dura de lo que te pensás.
-Pero
mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso
Mario.
-No es
por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue
igual, yo la conozco bien.
-¿Antes de
qué?
-Antes
de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.
Quiso
protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto
vago de despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó
a seguirlo, ni siquiera pensar mucho lo que acababa de oír. Ahora estaba otra
vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de altos y
los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia
sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal
vez los Mañara habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que
tocara el tema para ayudarla a salir de ese silencio, pero ella prefería Rose
Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado y
entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron
todas las luces. Se habló de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse
parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el gato estaba empachado
de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la
razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario
amigo, de unas hojas amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él
mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia dijo que el gato se moriría;
tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la
esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda
consulta de Delia fue Mario a apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en
la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta de bordados
futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario
preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que
mayo para el casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los
anónimos, un resto de miedo a equivocarse lo detenía cada vez. Delia estaba
junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente en
la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
-Mamá va
a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama…
Afuera
se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño
esa noche, las once y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como
obstinándose tocaba largos valses criollos con da capo al fine una vez y otra,
escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en
el piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se
quedaran mucho rato, ahora que él era de la familia tenía que velar más que
nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se fueron, como a disgusto,
pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y
la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina,
aunque Delia quería servírselo y se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta
vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde antes en noches
iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de
Delia, en el plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña
luna. No había querido pedirle a Mario que probara delante de los Mañara, él
tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los Mañara, siempre
encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos
bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los
Mañara eran incapaces de apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como
suplicando, pero Mario comprendió el deseo que poblaba su voz, ahora lo
abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso
el vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos
dedos el bombón, con Delia a su lado esperando el veredicto, anhelosa la
respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero urgiéndolo con el
gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el
cuerpo al jadear, porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón
a la boca, iba a morder, bajaba la mano y Delia gemía como si en medio de un
placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó
apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la
cara de yeso, un pierrot repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban,
dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la masa blanquecina de la
cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor,
mezclados con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo
del caparacho triturado.
Cuando
le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar,
jadeando en un hipo que la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche
de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron en su garganta como para
protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y
quejido, con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que
se callara y apretaba para que solamente se callara; la de la casa de altos
estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había que callarla a
toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con
las astillas clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de
la casa, oía la respiración de los Mañara levantados, escondiéndose en el
comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y estaban
ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a
Delia. Aflojó el apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra,
pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron lástima por tantas cosas, por
Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y
se las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí
agazapados y esperando que él -por fin alguno- hiciera callar a Delia que
lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.
Más Cortázar
Como ojos que empezaban a abrirse más allá
Los sillones de mi vida
Pero el amor esa palabra
A un dios desconocido
Del colorado al amarillo
Reunión con un círculo rojo
La protección inútil
el tubo de dentífrico
Tu corazón desconcertado
Más Cortázar
Como ojos que empezaban a abrirse más allá
Los sillones de mi vida
El absurdo infinito
Las líneas de la mano
Milonga - la Cruz del Sur
La diosa leontocéfala
Veredas de Buenos Aires
Instrucciones para subir una escalera al revés
Instrucciones para subir una escalera
Terminan siendo seis
Estación de la mano
Tu más profunda piel
La verdadera cara de los ángeles
Riesgos para vivir
En un vaso de agua fría o preferentemente tibia
Orientación de los gatos
HidromuríasLas líneas de la mano
Milonga - la Cruz del Sur
La diosa leontocéfala
Veredas de Buenos Aires
Instrucciones para subir una escalera al revés
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Estación de la mano
Tu más profunda piel
La verdadera cara de los ángeles
Riesgos para vivir
En un vaso de agua fría o preferentemente tibia
Orientación de los gatos
Las líneas de la mano
Ventanas a lo insólito
El guante izquierdo enamorado de la mano derecha
La puerta condenada
Ventanas a lo insólito II
Las líneas de la mano II
Toco tu boca
El hijo del vampiro
Y tiene medias de mujer
Patio de tarde
Pectoral primero
Resumen de otoño
La cara
London City
La explicación es un error bien vestido
o mirar a las rayuelas
Resumen de otoño II
Este jarrito verde
Sonreía sin sorpresa
Resumen de otoño III
El besoVentanas a lo insólito
El guante izquierdo enamorado de la mano derecha
La puerta condenada
Ventanas a lo insólito II
Las líneas de la mano II
Toco tu boca
El hijo del vampiro
Y tiene medias de mujer
Patio de tarde
Pectoral primero
Resumen de otoño
La cara
London City
La explicación es un error bien vestido
o mirar a las rayuelas
Resumen de otoño II
Este jarrito verde
Sonreía sin sorpresa
Resumen de otoño III
Pero el amor esa palabra
A un dios desconocido
Del colorado al amarillo
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La protección inútil
el tubo de dentífrico
Tu corazón desconcertado