Lady Vanda - Mihola Terzic - iPhone3G |
Alas the most interesting vampire story "El hijo del vampiro", "The Son of the Vampire" is not available in an English translation. Suffice to say that it is unusual and it has a most scary ending for which my photograph pf Mihola Terzic will do just fine.
El hijo
del vampiro
Julio
Cortázar
Probablemente
todos los fantasmas sabían que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo
pero le dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora precisa de
medianoche y entraba al antiguo castillo en procura de su alimento favorito. El
rostro de Duggu Van no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte
aparente —en el año 1060, a manos de un niño, nuevo David armado de una
honda-puñal— había infiltrado en su opaca piel la coloración blanda de las
maderas que han estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en esa
cara, eran los ojos. ojos fijos en la figura de Lady Vanda, dormida como un
bebé en el lecho que no conocía más que su liviano cuerpo. Duggu Van caminaba
sin hacer ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su corazón se resolvía
en cualidades inhumanas. Vestido de azul oscuro, acompañado siempre por un
silencioso séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las galerías del
castillo buscando vivos depósitos de sangre. La industria frigorífica lo
hubiera indignado. Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en una
premonición de peligro, semejaba un bibelot repentinamente tibio. y también un
césped propicio, o una cariátide.
Loable
costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca antes de la acción. En la estancia
y junto al lecho, desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la
rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.Que los vampiros se
enamoren es cosa que en la leyenda permanece oculta. Si él lo hubiese meditado,
su condición tradicional lo habría detenido quizá al borde del amor,
limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas Lady Vanda no era para él una
mera víctima destinada a una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su
figura ausente, batallando, en el justo medio del espacio que separaba ambos
cuerpos, con el hambre. Sin tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al
amor con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady Vanda se retrasó en
un segundo a sus posibilidades de defensa. y el falso sueño del desmayo hubo de
entregarla, blanca luz en la noche, al amante.
Cierto
que, de madrugada y antes de marcharse, el vampiro no pudo con su vocación e
hizo una pequeña sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más tarde,
al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí que las sangrías resultaban muy
recomendables para los desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era
menos noble que el acto simple.
En el
castillo hubo congreso de médicos y peritajes poco agradables y sesiones
conjuratorias y anatemas, y además una enfermera inglesa que se llamaba Miss
wilkinson y bebía ginebra con una naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo
largo tiempo entre la vida y la muerte (sic). La hipótesis de una pesadilla
demasiado erista quedó abatida ante determinadas comprobaciones oculares; y,
además, cuando transcurrió un lapso razonable, la dama tuvo la certeza de que
estaba encinta.
Puertas
cerradas con yale habían detenido las tentativas de Duggu Van. El vampiro tenía
que alimentarse de niños, de ovejas, hasta de —¡horror!— cerdos. Pero toda la
sangre le parecía agua al lado de aquella de Lady Vanda. una simple asociación,
de la cual no lo libraba su carácter de vampiro, exaltaba en su recuerdo el
sabor de la sangre donde había nadado, goloso, el pez de su lengua. Inflexible
su tumba en el pasaje diurno, érale preciso aguardar el canto del gallo para
botar, desencajado, loco de hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda, pero
sus pasos lo llevaban una y otra vez a la galería terminada en la redonda burla
amarilla de la yale. Duggu Van estaba sensiblemente desmejorado.
Pensaba
a veces —horizontal y húmedo en su nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera
a tener un hijo de él. El amor recrudecía entonces más que el hambre. Soñaba su
fiebre con violaciones de cerrojos, secuestros, con la erección de una nueva
tumba matrimonial de amplia capacidad. El paludismo se ensañaba en él ahora.
El hijo
crecía, pausado, en Lady Vanda. Una tarde oyó Miss wilkinson gritar a su
señora. La encontró pálida, desolada. Se tocaba el vientre cubierto de raso,
decía:
—Es como
su padre, como su padre. Duggu Van, a punto de morir la muerte de los vampiros
(cosa que lo aterraba con razones comprensibles), tenía aún la débil esperanza
de que su hijo, poseedor acaso de sus mismas cualidades de sagacidad y
destreza, se ingeniara para traerle algún día a su madre.
Lady
Vanda estaba día a día más blanca, más aérea. Los médicos maldecían, los
tónicos cejaban. y ella, repitiendo siempre:
—Es como
su padre, como su padre.
Miss
wilkinson llegó a la conclusión de que el pequeño vampiro estaba desangrando a
la madre con la más refinada de las crueldades. Cuando los médicos se enteraron
hablose de un aborto harto justificable; pero Lady Vanda se negó, volviendo la
cabeza como un osito de felpa, acariciando con la diestra su vientre de raso.
—Es como
su padre —dijo—. Como su padre.
El hijo
de Duggu Van crecía rápidamente. No sólo ocupaba la cavidad que la naturaleza
le concediera sino que invadía el resto del cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda
apenas podía hablar ya, no le quedaba sangre; si alguna tenía estaba en el
cuerpo de su hijo.
Y cuando
vino el día fijado por los recuerdos para el alumbramiento, los médicos se
dijeron que aquél iba a ser un alumbramiento extraño. En número de cuatro
rodearon el lecho de la parturienta, aguardando que fuese la medianoche del
trigésimo día del noveno mes del atentado de Duggu Van.
Miss
wilkinson, en la galería, vio acercarse una sombra. No gritó porque estaba
segura de que con ello no ganaría nada. Cierto que el rostro de Duggu Van no
era para provocar sonrisas. El color terroso de su cara se había transformado
en un relieve uniforme y cárdeno. En vez de ojos, dos grandes interrogaciones
llorosas se balanceaban debajo del cabello apelmazado.
—Es
absolutamente mío —dijo el vampiro con el lenguaje caprichoso de su secta—
y nadie
puede interpolarse entre su esencia
y mi
cariño.
Hablaba
del hijo; Miss wilkinson se calmó.
Los
médicos, reunidos en un ángulo del lecho, trataban de demostrarse unos a otros
que no tenían miedo. Empezaban a admitir cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su
piel se había puesto repentinamente oscura, sus piernas se llenaban de relieves
musculares, el vientre se aplanaba suavemente y, con una naturalidad que
parecía casi familiar, su sexo se transformaba en el contrario. El rostro no
era ya el de Lady Vanda. Las manos no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos
tenían un miedo atroz. Entonces, cuando dieron las doce, el cuerpo de quien
había sido Lady Vanda y era ahora su hijo se enderezó dulcemente en el lecho y
tendió los brazos hacia la puerta abierta. Duggu Van entró en el salón, pasó
ante los médicos sin verlos, y ciñó las manos de su hijo. Los dos, mirándose
como si se conocieran desde siempre, salieron por la ventana. El lecho
ligeramente arrugado, y los médicos balbuceando cosas en torno a él,
contemplando sobre las mesas los instrumentos del oficio, la balanza para pesar
al recién nacido, y Miss wilkinson en la puerta, retorciéndose las manos y
preguntando, preguntando, preguntando».