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Friday, August 03, 2018

Ventanas a lo insólito - Windows into the Unusual




The pictures in this blog have appeared elsewhere in other blogs and particularly in this one related to Julio Cortázar’s Las Babas del Diablo which served as inspiration to Antonioni’s 1966 film Blow-Up.
The film added to my still hazy and uncertain desire to become a photographer at a time when it was not considered a profession. My mother saw me as a doctor or engineer.

In this 21st century when some say that the smart phone has killed photography (I don’t agree) I find inspiration to take photographs in which I choose the location, the lights and my subject. I don’t go out to the street in lookout for photographs and that decisive moment. I firmly believe in that decisive moments have to be created.



For all the years that I had that lovely studio on Granville and Robson I told anybody who would listen that I had light that was unique. On sunny afternoons the sun would shine on Eaton’s (later Sears) and it would reflect into the windows of my studio. It would go to the opposite white wall (the studio was long and narrow) and reflect back.

But I was mostly an idiot and I would close the incoming light with black curtains and use my own lights. I would tell a few of my friends that I liked to eliminate God’s light and create my own. Idiocy knows no bounds.

In this series of photographs I had two favourite subjects to pose. One was Jo-Ann (now a psychiatric nurse) and appropriately posing on m psychiatric sofa. The other was Leslie and also on the sofa.
But now I am intrigued by the fact that the window which played second fiddle so often might have a minute minute of fame in this blog.




The title of the blog is from a fine essay on photography (alas no translation into English) by Julio Cortázar.

Ventanas a lo insólito
 Julio Cortázar

Se tiende a pensar que la fotografía como un documento o una composición artística; ambas finalidades se confunden a veces en una sola: el documento es bello, o su valor estético contiene un valor histórico o cultural. Entre esa doble propuesta o intención se desliza alguna veces lo insólito como el gato que salta a un escenario en plena representación, o a aquel gorrioncito que una vez, cuando era joven, voló largo ato sobre la cabeza de Yahudi Menuhin que tocaba Mozart en un teatro de Buenos Aires (Después de todo no era tan insólito; Mozart es una prueba perfecta de que el hombre puede hacer alianza con el pájaro.


Hay una búsqueda deliberada de lo excepcional, y hay eso que aparece inesperadamente y que sólo se revela cuando la foto ha sido revelada. Sus maneras de darse no tienen importancia, y si una irrupción no buscada es acaso la más bella y la más intensa, también es bueno que el fotógrafo pararrayos salga a la calle con la esperanza de encontrarla; toda provocación de fuerzas no legislables alcanza alguna vez su recompensa, aunque ésta pueda darse como sorpresa e incluso como pavor.


 Dime cómo fotografías y te diré quién eres. Hay gente que a lo largo de la vida sólo colecciona imágenes previsibles (son en general, los que hacen bostezar a sus amigos con interminables proyecciones de diapositivas), pero otros atrapan lo inatrapable a sabiendas o por lo que después la gente llamará casualidad. Algo sabía de eso Brancusi el día que un joven pintor desconocido rumano como él, llegó a su taller en busca de lecciones. Antes de aceptar, el maestro le puso en las manos una vieja Kodak y le pidió que tomara fotos de París y que se las trajera. Asustado ante esta conducta zen avant la leerte, el joven tomó las fotos que se le ocurrieron, y Brancusi las aprobó como si la bastaran para saber que ese muchacho era ya, avant la lettre, Victor Brauner. Lo que no sabía ni el uno ni el otro era que una de las fotos callejera incluía la fachada de una hotel donde años después, en una noche demasiado llena de alcohol, un vado arrojado por el escultor Domínguez le arrancaría un ojo a Brauner. Allí lo insólito jugó un billar complejo, y se deslizó en una imagen que sólo parecería tener finalidades estéticas, adelantándose al presente y fijando (un visor, y detrás de él un ojo) ese destino no sospechado.





Desde que empecé a tomar fotos en mi lejana juventud de pampas argentinas, el sentimiento de lo fantástico me esperó en ese momento maravilloso en que el papel sensible, flotando en la cubeta, repite en pequeño el misterio de toda creación, de todo nacimiento. Los negativos pueden ser leídos por los profesionales, pero sólo la imagen positiva contiene la respuesta a esas preguntas que son las fotos cuando el que las toma interroga a su manera la realidad exterior. No estaba en mí el don de atrapar lo insólito con una cámara, pues aparte de algunas sorpresas menores mis fotos fueron siempre la réplica amable a lo que había buscado en el instante de tomarlas. Por eso, y por estar condenado a la escritura, me desquité en ella de la decepción de mis fotos, y un día escribí “Las babas del diablo” sin sospechar que lo insólito me esperaba más allá del relato para devolverme a la dimensión de la fotografía el año en que Michelangelo Antonioni convirtió mis palabras en las imágenes de Blow up. También aquí lo insólito lanzó su lento bumerang: mi esperanza y mi nostalgia de fotógrafos sin dominio sobre las fuerzas extrañas que suelen manifestarse en las instantáneas, despertó en un cineasta el deseo de mostrar cómo una foto en la que se desliza lo inesperado puede incidir sobre el destino de quien lo toma sin sospechar lo que allí se agazapa. En este caso lo excepcional no repercutió en la realidad exterior; incapaz de captarlo a través de la fotografía, me fue dada la admirable recompensa de quien alguien como Antonioni convierte mi escritura en imágenes, y que el bumerang volviera a mi mano después de un lento, imprevisible vuelo de veinte años.







No me atraen demasiado las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del contraste de heterogeneidades, del artificio en último término. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad, y por eso las fotos que más admiro en ese terreno son técnicamente malas, ya que no hay tiempo que perder cuando lo extraño asoma en un cruce de calles, en un juego de nubes o en una puerta entornada. Lo insólito no se inventa, a lo sumo se lo favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado.


Como en la vida, lo insólito puede darse sin nada que lo destaque violentamente de lo habitual. Sabemos que esos momentos en que algo nos descoloca o se descoloca, ya sea el tradicional sentimiento de déjà vu o ese instantáneo deslizarse que se opera por fuera o por dentro de nosotros y que de alguna manera nos pone en el clima de una foto movida, allí donde una mano sale levemente de sí misma para acariciar una zona donde a su vez un vaso resbala como una bailarina para ocupar otra región del aire. Hay así fotos en las que nada es les por sí insólito: fotos de cumpleaños, de manifestaciones callejeras, de combates de box, de campos de batalla, de ceremonias universitarias. Uno las mira con esa indiferencias a la que nos han acostumbrado las mass media; una foto más después de tantas otras, recurrencia cotidiana de periódicos y revistas. De golpe, ahí donde Jacques Marchais estrecha la mano de un campesino normando en un mercado callejero, ahí donde un banquero de Wall Street celebra sus bodas de plata en un salón de inenarrable estupidez decorativa, el ojo del que sabe ver (¿pero quien sabe nada en este terreno de instantáneos cortes en el continuo del tiempo y del espacio?) percibe la mirada horriblemente codiciosa que un camarero perdido en el fondo de una sala dirige a una señora afligida por un sombrero de plumas, o más allá de una puerta distingue temblorosamente algo que podría se un velo de novia en el austero tribunal que está juzgando a un ladrón de caballos. He visto fotos así al o largo de toda mi vida, del mismo modo que siendo niño descubrí rincones misteriosamente develadores en los grabados que ilustran a Julio Verne o a Héctor Malos: rincón de la maravilla, mínima línea de fuga que convertía una escena trivial en un lugar privilegiado de encuentro, encrucijada donde espera otras formas, otros destinos, otras razones de vida y de muerte.







Quizá, finalmente, la fotografía dé razón a quienes creyeron en el siglo pasado que los ojos de los asesinatos conservan la imagen última del que avanza con el puñal en alto. No sé si me equivoco, creo que uno de los episodios en Rocambole hay alguien que fotografía los ojos de un muerto y rescata la imagen que delatará al culpable, en todo caso recuerdo como uno de mis muchos pavores de infancia. Por eso quizá sigo entrando en cualquier foto como si fuera a darme una respuesta o una clave fuera del tiempo: ese novio sonriente al pie del altar, ¿no será ya el asesino futuro la mujer que lo contempla enamorada? De alguna manera, la exploración de cualquier fotografía es infinita puesto que admite, como todas las cosas, múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa casi siempre en la más prosaica y la más inocente. Estamos en una no man’s land cuya combinatoria no conoce límites, como no sea la imaginación de quien entra en el territorio de ese espejo de papel orientado hacia otra cosa; la sola diferencia entre ver y mirar, entre hojear y detenerse, es la que media entre vivir aceptando y vivir cuestionando. Toda fotografía es un reto, una apertura, un quizá; lo insólito espera a ese visitante que sabe servirse de las llaves, que no acepta lo que se le propone y que prefiere, como la mujer de Barba Azul, abrir las puertas prohibidas por la costumbre y la indiferencia.



Todo fotógrafo convencional confía en que sus instantáneas reflejarán lo más fielmente posible la escena escogida su luz, sus personajes y su fondo. A mí me ha ocurrido desear desde siempre lo contrario, que bruscamente la realidad se vea desmentida o enriquecida por la foto, que se deslice en ella el elemento insólito que cambiará una cena de aniversario en una confesión colectiva de odios y envidias o, todavía mas deliberadamente, en un accidente ferroviario o en un concilio papal. Después de todo, ¿quién puede estar seguro de la fidelidad de las imágenes sobre el papel? Basta mirarlas de cerca para sentir que hay algo más o algo menos que desplaza los centros usuales de la gravedad, así como en las fotos de grupos escolares donde se trata de mostrar a posteriori la presencia ilustre de Rómulo Gallegos o de Alain Fournier, es fatal que otros rostros se interpongan con más fuerza y que el único recurso sea indicar con una cruz menos presente, al menos interesante del grupo.





Las cámaras polaroid multiplican el vértigo de quien presiente la irrupción de lo insólito en la imagen esperada. Nada más alucinante que ver nacer los colores, las formas, avanzar desde el fondo del papel una silueta, un caballo, una bicicleta o un cura párroco que lentamente se concretan, se concentran en sí mismos, parecen luchar por definirse y copiar lo que son fuera de la cámara. Todo el mundo acepta en resultado, y pocos son los que perciben que el modelo no es exactamente el mismo, que el aura de la foto muestra otras cosas, descubre otras relaciones humanas, tiende puentes que sólo la imaginación alcanza a franquear. En un cuento mío (ya se sabe que no soy fotógrafo) alguien que ha tomado instantáneas de cuadros naif pintados por campesinos de Nicaragua, descubre al proyectar las diapositivas en París que el resultado es otro, que las imágenes reflejan en sus formas más horribles y más extremas la realidad cotidiana del drama latinoamericano, la persecución y la tortura y la muerte que han sentado ahí sus cuarteles de sangre. Como se ve, mi sentimiento de lo insólito en la fotografía no es demasiado verificable. ¿Pero no es precisamente eso signo de lo insólito?



(1978)