The pictures in this blog have appeared elsewhere in other blogs and particularly in this one related to Julio Cortázar’s Las Babas del Diablo which served as inspiration to Antonioni’s 1966 film Blow-Up.
The film added to my still hazy and uncertain desire to
become a photographer at a time when it was not considered a profession. My
mother saw me as a doctor or engineer.
In this 21st century when some say that the smart
phone has killed photography (I don’t agree) I find inspiration to take photographs
in which I choose the location, the lights and my subject. I don’t go out to
the street in lookout for photographs and that decisive moment. I firmly
believe in that decisive moments have to be created.
For all the years that I had that lovely studio on Granville
and Robson I told anybody who would listen that I had light that was unique. On
sunny afternoons the sun would shine on Eaton’s (later Sears) and it would
reflect into the windows of my studio. It would go to the opposite white wall
(the studio was long and narrow) and reflect back.
But I was mostly an idiot and I would close the incoming
light with black curtains and use my own lights. I would tell a few of my
friends that I liked to eliminate God’s light and create my own. Idiocy knows
no bounds.
In this series of photographs I had two favourite subjects
to pose. One was Jo-Ann (now a psychiatric nurse) and appropriately posing on m
psychiatric sofa. The other was Leslie and also on the sofa.
But now I am intrigued by the fact that the window which
played second fiddle so often might have a minute minute of fame in this blog.
The title of the blog is from a fine essay on photography (alas no translation into English) by Julio Cortázar.
Ventanas a
lo insólito
Julio
Cortázar
Se tiende a
pensar que la fotografía como un documento o una composición artística; ambas
finalidades se confunden a veces en una sola: el documento es bello, o su valor
estético contiene un valor histórico o cultural. Entre esa doble propuesta o
intención se desliza alguna veces lo insólito como el gato que salta a un
escenario en plena representación, o a aquel gorrioncito que una vez, cuando
era joven, voló largo ato sobre la cabeza de Yahudi Menuhin que tocaba Mozart
en un teatro de Buenos Aires (Después de todo no era tan insólito; Mozart es
una prueba perfecta de que el hombre puede hacer alianza con el pájaro.
Dime cómo fotografías y te diré quién eres. Hay gente que a lo largo de la vida sólo colecciona imágenes previsibles (son en general, los que hacen bostezar a sus amigos con interminables proyecciones de diapositivas), pero otros atrapan lo inatrapable a sabiendas o por lo que después la gente llamará casualidad. Algo sabía de eso Brancusi el día que un joven pintor desconocido rumano como él, llegó a su taller en busca de lecciones. Antes de aceptar, el maestro le puso en las manos una vieja Kodak y le pidió que tomara fotos de París y que se las trajera. Asustado ante esta conducta zen avant la leerte, el joven tomó las fotos que se le ocurrieron, y Brancusi las aprobó como si la bastaran para saber que ese muchacho era ya, avant la lettre, Victor Brauner. Lo que no sabía ni el uno ni el otro era que una de las fotos callejera incluía la fachada de una hotel donde años después, en una noche demasiado llena de alcohol, un vado arrojado por el escultor Domínguez le arrancaría un ojo a Brauner. Allí lo insólito jugó un billar complejo, y se deslizó en una imagen que sólo parecería tener finalidades estéticas, adelantándose al presente y fijando (un visor, y detrás de él un ojo) ese destino no sospechado.
Desde que
empecé a tomar fotos en mi lejana juventud de pampas argentinas, el sentimiento
de lo fantástico me esperó en ese momento maravilloso en que el papel sensible,
flotando en la cubeta, repite en pequeño el misterio de toda creación, de todo
nacimiento. Los negativos pueden ser leídos por los profesionales, pero sólo la
imagen positiva contiene la respuesta a esas preguntas que son las fotos cuando
el que las toma interroga a su manera la realidad exterior. No estaba en mí el
don de atrapar lo insólito con una cámara, pues aparte de algunas sorpresas
menores mis fotos fueron siempre la réplica amable a lo que había buscado en el
instante de tomarlas. Por eso, y por estar condenado a la escritura, me
desquité en ella de la decepción de mis fotos, y un día escribí “Las babas del
diablo” sin sospechar que lo insólito me esperaba más allá del relato para
devolverme a la dimensión de la fotografía el año en que Michelangelo Antonioni
convirtió mis palabras en las imágenes de Blow up. También aquí lo insólito
lanzó su lento bumerang: mi esperanza y mi nostalgia de fotógrafos sin dominio
sobre las fuerzas extrañas que suelen manifestarse en las instantáneas,
despertó en un cineasta el deseo de mostrar cómo una foto en la que se desliza
lo inesperado puede incidir sobre el destino de quien lo toma sin sospechar lo
que allí se agazapa. En este caso lo excepcional no repercutió en la realidad
exterior; incapaz de captarlo a través de la fotografía, me fue dada la
admirable recompensa de quien alguien como Antonioni convierte mi escritura en
imágenes, y que el bumerang volviera a mi mano después de un lento,
imprevisible vuelo de veinte años.
No me
atraen demasiado las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra
de la composición, del contraste de heterogeneidades, del artificio en último
término. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por
quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad, y por
eso las fotos que más admiro en ese terreno son técnicamente malas, ya que no
hay tiempo que perder cuando lo extraño asoma en un cruce de calles, en un
juego de nubes o en una puerta entornada. Lo insólito no se inventa, a lo sumo
se lo favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la
literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado.
Como en la
vida, lo insólito puede darse sin nada que lo destaque violentamente de lo
habitual. Sabemos que esos momentos en que algo nos descoloca o se descoloca,
ya sea el tradicional sentimiento de déjà vu o ese instantáneo deslizarse que
se opera por fuera o por dentro de nosotros y que de alguna manera nos pone en
el clima de una foto movida, allí donde una mano sale levemente de sí misma
para acariciar una zona donde a su vez un vaso resbala como una bailarina para
ocupar otra región del aire. Hay así fotos en las que nada es les por sí
insólito: fotos de cumpleaños, de manifestaciones callejeras, de combates de
box, de campos de batalla, de ceremonias universitarias. Uno las mira con esa
indiferencias a la que nos han acostumbrado las mass media; una foto más
después de tantas otras, recurrencia cotidiana de periódicos y revistas. De
golpe, ahí donde Jacques Marchais estrecha la mano de un campesino normando en
un mercado callejero, ahí donde un banquero de Wall Street celebra sus bodas de
plata en un salón de inenarrable estupidez decorativa, el ojo del que sabe ver
(¿pero quien sabe nada en este terreno de instantáneos cortes en el continuo
del tiempo y del espacio?) percibe la mirada horriblemente codiciosa que un
camarero perdido en el fondo de una sala dirige a una señora afligida por un
sombrero de plumas, o más allá de una puerta distingue temblorosamente algo que
podría se un velo de novia en el austero tribunal que está juzgando a un ladrón
de caballos. He visto fotos así al o largo de toda mi vida, del mismo modo que
siendo niño descubrí rincones misteriosamente develadores en los grabados que
ilustran a Julio Verne o a Héctor Malos: rincón de la maravilla, mínima línea
de fuga que convertía una escena trivial en un lugar privilegiado de encuentro,
encrucijada donde espera otras formas, otros destinos, otras razones de vida y
de muerte.
Quizá,
finalmente, la fotografía dé razón a quienes creyeron en el siglo pasado que
los ojos de los asesinatos conservan la imagen última del que avanza con el
puñal en alto. No sé si me equivoco, creo que uno de los episodios en Rocambole
hay alguien que fotografía los ojos de un muerto y rescata la imagen que
delatará al culpable, en todo caso recuerdo como uno de mis muchos pavores de
infancia. Por eso quizá sigo entrando en cualquier foto como si fuera a darme
una respuesta o una clave fuera del tiempo: ese novio sonriente al pie del
altar, ¿no será ya el asesino futuro la mujer que lo contempla enamorada? De
alguna manera, la exploración de cualquier fotografía es infinita puesto que
admite, como todas las cosas, múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa casi
siempre en la más prosaica y la más inocente. Estamos en una no man’s land cuya
combinatoria no conoce límites, como no sea la imaginación de quien entra en el
territorio de ese espejo de papel orientado hacia otra cosa; la sola diferencia
entre ver y mirar, entre hojear y detenerse, es la que media entre vivir
aceptando y vivir cuestionando. Toda fotografía es un reto, una apertura, un
quizá; lo insólito espera a ese visitante que sabe servirse de las llaves, que
no acepta lo que se le propone y que prefiere, como la mujer de Barba Azul,
abrir las puertas prohibidas por la costumbre y la indiferencia.
Todo
fotógrafo convencional confía en que sus instantáneas reflejarán lo más
fielmente posible la escena escogida su luz, sus personajes y su fondo. A mí me
ha ocurrido desear desde siempre lo contrario, que bruscamente la realidad se
vea desmentida o enriquecida por la foto, que se deslice en ella el elemento
insólito que cambiará una cena de aniversario en una confesión colectiva de
odios y envidias o, todavía mas deliberadamente, en un accidente ferroviario o
en un concilio papal. Después de todo, ¿quién puede estar seguro de la
fidelidad de las imágenes sobre el papel? Basta mirarlas de cerca para sentir
que hay algo más o algo menos que desplaza los centros usuales de la gravedad,
así como en las fotos de grupos escolares donde se trata de mostrar a
posteriori la presencia ilustre de Rómulo Gallegos o de Alain Fournier, es
fatal que otros rostros se interpongan con más fuerza y que el único recurso
sea indicar con una cruz menos presente, al menos interesante del grupo.
Las cámaras
polaroid multiplican el vértigo de quien presiente la irrupción de lo insólito
en la imagen esperada. Nada más alucinante que ver nacer los colores, las
formas, avanzar desde el fondo del papel una silueta, un caballo, una bicicleta
o un cura párroco que lentamente se concretan, se concentran en sí mismos,
parecen luchar por definirse y copiar lo que son fuera de la cámara. Todo el
mundo acepta en resultado, y pocos son los que perciben que el modelo no es
exactamente el mismo, que el aura de la foto muestra otras cosas, descubre
otras relaciones humanas, tiende puentes que sólo la imaginación alcanza a
franquear. En un cuento mío (ya se sabe que no soy fotógrafo) alguien que ha
tomado instantáneas de cuadros naif pintados por campesinos de Nicaragua,
descubre al proyectar las diapositivas en París que el resultado es otro, que
las imágenes reflejan en sus formas más horribles y más extremas la realidad
cotidiana del drama latinoamericano, la persecución y la tortura y la muerte
que han sentado ahí sus cuarteles de sangre. Como se ve, mi sentimiento de lo
insólito en la fotografía no es demasiado verificable. ¿Pero no es precisamente
eso signo de lo insólito?
(1978)