En estos días de fuerte calor en Vancouver (me gusta el calor), el poder dormir sobre las sábanas sin ropa me es un grato placer. Me recuerda de una juventud de temporadas de ese calor húmedo de Buenos Aires por su cercanía al Río de la Plata. También me acuerdo de una siesta tropical que podría haber cambiado algo de mi vida juvenil.
En 1952
cuando tenía 10 años, mi mamá, mi tío Antonio, mi tía Sarita y mi primo Jorge
Wenceslao nos fuimos a la provincia de Corrientes en el litoral argentino.
Abordamos una embarcación de vapor de ruedas que nos llevó por el Río Paraná.
El calor
era tremendo pero lo podía aguantar sin problemas.
Años después, durante mi colimba en la Armada Argentina, era un almirante el que nos dictaba cuando deberíamos cambiar nuestro uniforme de lana azul marino al blanco de algodón para el verano. El almirante se olvidaba y sufríamos semanas de calor. Mis compañeros me preguntaban porqué no me quejaba.
Desde la
capital de Goya nos fuimos en una vieja camioneta Studebaker a la estancia de
Santa Teresita a un lado del Río Corrientes.
En una
tarde calurosa (habían bajado una enorme sandía para enfriarla en el pozo de
agua) yo dormitaba una siesta. Un mosquitero me protegía de los
insectos. Por la ventana de mi cuarto pude escuchar una conversación entre mi tia
Sarita y mi mamá. A mi mamá le dijo, “Nuestros chicos muy pronto van a ser
hombres. En nuestra próxima venida deberíamos acostarlos con unas indias para
que aprendan a serlo.”
Nunca volví
y nunca me atreví preguntarle a Jorge Wenceslao como llegó a ser hombre.