This is not the first time that I have dedicated a blog to
the navel. I did that here.
Today I thought of the fact that the combination of my interest
in gardening and the photography of undraped female figures has led me to attempt to combine both of them
into photographs. In most cases I have failed. But I believe I was successful
with my hostas a couple of times and with a woman’s chest using some flowers of
my interest.
Much has been written about the question,”Did Adam and Eve
have navels?”
One very curious and interesting one is by Jorge Luis Borges
(alas only in Spanish!):
Jorge Luis
Borges - La creación y P. H. Gosse
“The man without a Navel yet lives in me” (El
hombre sin ombligo perdura en mí), curiosamente escribe sir Thomas Browne
(Religio medid, 1642) para significar que fue concebido en pecado, por
descender de Adán. En el primer capítulo del Ulises, Joyce evoca asimismo el
vientre inmaculado y tirante de la mujer sin madre: “Heva, naked Eve. She had no
navel”. El tema (ya lo sé) corre el albur de parecer grotesco y baladí, pero el
zoólogo Philip Henry Gosse lo ha vinculado al problema central de la
metafísica: el problema del tiempo. Esa vinculación es de 1857; ochenta años de
olvido equivalen tal vez a la novedad.
Dos lugares de la Escritura (Romanos, 5; 1
Corintios, 15) contraponen el primer hombre Adán en el que mueren todos los
hombres, al postrer Adán, que es Jesús.[1] Esa contraposición, para no ser una
mera blasfemia, presupone cierta enigmática paridad, que se traduce en mitos y
en simetría. La Áurea leyenda dice que la madera de la Cruz procede de aquel
Árbol prohibido que está en el Paraíso; los teólogos, que Adán fue creado por
el Padre y el Hijo a la precisa edad en que murió el Hijo: a los treinta y tres
años. Esta insensata precisión tiene que haber influido en la cosmogonía de
Gosse.
Éste la
divulgó en el libro Omphalos (Londres, 1857), cuyo subtítulo es Tentativa de
desatar el nudo geológico. En vano he interrogado las bibliotecas en busca de
ese libro; para redactar esta nota, me serviré de los resúmenes de Edmund Gosse
(Father and Son, 1907), y de H. G. Wells (All Aboard for Ararat, 1940).
Introduce ilustraciones que no figuran en esas breves páginas, pero que juzgo
compatibles con el pensamiento de Gosse.
En aquel
capítulo de su Lógica que trata de la ley de causalidad, John Stuart Mill
razona que el estado del universo en cualquier instante es una consecuencia de
su estado en el instante previo y que a una inteligencia infinita le bastaría
el conocimiento perfecto de un solo instante para saber la historia del
universo, pasada y venidera. (También razona —¡oh Louis Auguste Blanqui, oh
Nietzsche, oh Pitágoras!— que la repetición de cualquier estado comportaría la
repetición de todos los otros y haría de la historia universal una serie
cíclica.) En esa moderada versión de cierta fantasía de Laplace —éste había
imaginado que el estado presente del universo es, en teoría, reductible a una
fórmula, de la que Alguien podría deducir todo el porvenir y todo el pasado—.
Mill no excluye la posibilidad de una futura intervención exterior que rompa la
serie. Afirma que el estado q fatalmente producirá el estado r; el estado r, el
s; el estado s, el t; pero admite que antes de t, una catástrofe divina —la
consummatio mundi, digamos— puede haber aniquilado el planeta. El porvenir es
inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos.
En 1857,
una discordia preocupaba a los hombres. El Génesis atribuía seis días —seis
días hebreos inequívocos, de ocaso a ocaso— a la creación divina del mundo; los
paleontólogos impiadosamente exigían enormes acumulaciones de tiempo. En vano
repetía De Quincey que la Escritura tiene la obligación de no instruir a los
hombres en ciencia alguna, ya que las ciencias constituyen un vasto mecanismo
para desarrollar y ejercitar el intelecto humano… ¿Cómo reconciliar a Dios con
los fósiles, a sir Charles Lyell con Moisés? Gosse, fortalecido por la
plegaria, propuso una respuesta asombrosa.
Mill
imagina un tiempo causal, infinito, que puede ser interrumpido por un acto
futuro de Dios; Gosse, un tiempo rigurosamente causal, infinito, que ha sido
interrumpido por un acto pretérito: la Creación. El estado n producirá
fatalmente el estado v, pero antes de v puede ocurrir el Juicio Universal; el
estado n presupone el estado c, pero c no ha ocurrido, porque el mundo fue
creado en f o en b. El primer instante del tiempo coincide con el instante de
la Creación, como dicta san Agustín, pero ese primer instante comporta no sólo
un infinito porvenir sino un infinito pasado. Un pasado hipotético, claro está,
pero minucioso y fatal. Surge Adán y sus dientes y su esqueleto cuentan treinta
y tres años; surge Adán (escribe Edmund Gosse) y ostenta un ombligo, aunque
ningún cordón umbilical lo ha atado a una madre. El principio de razón exige
que no haya un solo efecto sin causa; esas causas requieren otras causas, que
regresivamente se multiplican[2]; de todas hay vestigios concretos, pero sólo
han existido realmente las que son posteriores a la Creación. Perduran
esqueletos de gliptodonte en la cañada de Lujan, pero no hubo jamás
gliptodontes. Tal es la tesis ingeniosa (y ante todo increíble) que Philip
Henry Gosse propuso a la religión y a la ciencia.
Ambas la
rechazaron. Los periodistas la redujeron a la doctrina de que Dios había
escondido fósiles bajo tierra para probar la fe de los geólogos; Charles
Kingsley desmintió que el Señor hubiera grabado en las rocas “una superflua y
vasta mentira”. En vano expuso Gosse la base metafísica de la tesis: lo
inconcebible de un instante de tiempo sin otro instante precedente y otro
ulterior, y así hasta lo infinito. No sé si conoció la antigua sentencia que
figura en las páginas iniciales de la antología talmúdica de Rafael Cansinos
Assens: “No era sino la primera noche, pero una serie de siglos la había ya
precedido”.
Dos
virtudes quiero reivindicar para la olvidada tesis de Gosse. La primera: su
elegancia un poco monstruosa. La segunda: su involuntaria reducción al absurdo
de una creatio ex nihilo, su demostración indirecta de que el universo es
eterno, como pensaron el Vedanta y Heráclito, Spinoza y los atomistas… Bertrand
Russell la ha actualizado. En el capítulo IX del libro The Analysis of Mind
(Londres, 1921) supone que el planeta ha sido creado hace pocos minutos,
provisto de una humanidad que “recuerda” un pasado ilusorio.